martes, 25 de septiembre de 2012

Una de fiestas patronales (III parte)

Ya por la noche, nos instalamos en un hotel que se ajustaba bien a nuestro presupuesto. Bueno, en realidad, ajustamos nuestro presupuesto a él, porque la habitación doble costaba cuarenta y cinco euros. Pensamos que era un derroche gastar tanto dinero en sueño así que, decidimos coger solo una.  La historia era cómo entrar los seis sin que el recepcionista nos pillara, y ahí salió el ingenio de las chicas:
Nos registramos Miguel y yo. Pepe, David, Martina y Ana entraron como comensales al restaurante incorporado. Para ello, no hacía falta ser huésped del hotel, era la entrada libre para todos.
Nosotros les avisamos por teléfono en qué habitación estábamos y ellos, después de tomarse una coca cola, subieron.
Juntamos las dos camas, ya cabíamos cuatro apretaditos, (pero no más que en el Corsa), y con las colchonetas de la playa que trajimos del coche, junto con unas mantas que encontramos en el armario, se arregló el asunto.
Si no fuera porque David tenía magulladuras por el porrazo de la corrida, le hubiésemos dejado dormír en la cama, pero, me acordé que mi madre, una vez que estaba condolida de un lugar parecido, se sentaba en un flotador. Así que le recomendé la cama de aire, sería más beneficiosa para él.
Muy temprano, salimos. Eran las siete de la mañana y nos fuimos a la Diana. La Diana es un pasacalles que sale al rayar el alba con banda de música incorporada, el alma de la fiesta (junto con nuestros petardos); así que ¡a desayunar pólvora!.
Anduvimos despertando con alegría a todo parroquiano y a eso de las nueve y media, desembocamos en la plaza de la iglesia. Allí ¡otra alegría!, había churros con chocolate para todos, agasajo por parte del ayuntamiento local, ¡qué majos!. También había previsto un concurso de paellas, cosa que no nos íbamos a perder, pero eso sería más tarde; ahora tocaba visitar a la tía abuela de Ana.
Esta señora vivía en una casa antiquísima, era tan antigua, que el camino que llevaba a ella ni siquiera estaba asfaltado y como nos pillaba algo lejos, estaba en las afueras del pueblo, decidimos ir en coche. Atravesamos un camino entre huertos, olía..., pues a eso, a campo vivo. Quiero decír que en el campo también viven los animales, concretamente, estas eran vacas, el olor a metano, según Pepe que estudia química, las delataba antes de ser vistas.
El chaval estaba de antojo, le dió por enguizcarnos para que parásemos a coger naranjas. Con la excusa de que había tantas..., quién se iba a dar cuenta de unas pocas menos. Miguel le dijo que eso se hace de noche, no a plena luz del día, pero nada, al final nos detuvimos en una curva y con la promesa de que tardaba dos minutos, echó a correr. Mientras tanto, los compinches esperábamos con el motor encendido y en primera, esperando en la parrilla de salida el tres, dos, uno... (si al final, vale más comprarlas en el súper que pasar estos nervios).
Mucho tardaba, quince minutos, algo debía haber pasado.
Bajamos David, Miguel y yo en su busca. Nos metimos entre los naranjos llamándolo, primero con voz bajita, pero después a vozarrones. Pero nada, sin rastro de Pepe.
En esto, escuchamos ladrar a unos perros y cuando miramos en su dirección, vimos a un hombre que se acercaba con cuatro pastores alemanes, dos a cada lado, y una bolsa (supusimos que de naranjas) en la mano. Nos dijo que fuéramos a la balsa, que allí estaba lo que buscábamos.
Y allí estaba Pepe, nadando cuál ánade...,¡vaya estampa!.
-No tuve otra escapatoria, era esto o morír en las mandíbulas de esa jauría- , decía con una voz que reverberaba por toda la huerta.
Le ayudamos a salír del agua, el hombre de los perros también, y la chicas.ya impacientes (normal,  había pasado más de una hora) vinieron a ver qué ocurría
-¡Ana!..., ¡tío!...
Me recordó al encuentro con mi madre en la comisaría.


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