miércoles, 24 de octubre de 2012

Momentos cotidianos, especiales.

A estas alturas de noviembre el sol se ha vuelto perezoso. Agotado tras el intenso verano, no se despierta hasta bien pasadas las ocho de la mañana, en cambio, aquel pequeño, como tantos otros, se apresuraría a guardar su pijama bajo la almohada;. es tiempo de colegio.
En la parada del autobús pude verlo, con su abriguito azul, su mochila con ruedas, donde probablemente, junto con los lapiceros y el cuaderno de sus primeras letras y cuentas, guardaría el bocadillo para el recreo. Iba peinado con la raya a un lado y olía a fresca colonia, que cuidadosamente, su madre la habría puesto.
Hacía frío en la calle, la humedad de la noche había cubierto la calzada con una alfombra brillante de lluvia silenciosa. Las farolas que alumbraban la noche, aún aguardaban al sol para el cambio de
guardia.
Aquella mañana me costó levantarme más de lo habitual, se estaba tan bien arrebujada entre las cálidas  sábanas de franela, que era un despropósito abandonarlas. Lo hice de mala gana..., otro día de trabajo. Salí a la calle con paso forzado, enfundada en mi abrigo azul y con las llaves del coche en la mano, intentando recordar dónde lo dejé aparcado la noche anterior y  fue entonces, cuando ví al pequeño abrigado de mi mismo azul. Pensé toda la mañana en él, merecía el sueño mucho más que yo, y en cambio, allí estaba, con sus manos amparadas en los guantes, la bufanda abrigándole el cuello y su carita llena de ilusión esperando el autobús.

jueves, 18 de octubre de 2012

Mi Bandido.

Era mi perro Bandido pobre en miedos. Se codeaba con las más altas razas dentadas y con las más bajas nerviosas, de ahí nació una pandilla canina compuesta por tres miembros, contándole a él.
Todas las mañanas que salía el sol, un dúo de ladridos tocaba diana en el zaguán de mi casa. Él, desde el patio, respondía a aquellos sonidos guturales con otro largo, al tiempo que alargaba las uñas rascando la puerta. Pedía así libertad, libertad que todas las mañanas le era concedida.
Salía en volandas, cual Pegaso enano, cruzaba la casa esquivando los muebles con una destreza digna de un lince. Llegaba a la puerta de la calle, frontera que lo detenía, y allí, lo dejaba estar unos minutos; me hacía gracia ver los saltitos que daba hasta asomarse por la ventana, que se abría, de la mitad de la puerta hacia arriba. Seguro que de no haber sido perro hubiese sido saltamontes.
En la calle lo esperaban sus amigos, un pastor alemán vestido con un abrigo marrón y negro, rubio entre las orejas y en la cola, y el otro, un perro que defino como pequeño y de indefinida raza. Este segundo era inquieto y llevaba una gabardina negra, tenía la cara muy pensativa y unos dientes dispuestos a ejecutar ese mal pensamiento, lo delataba su mandíbula inferior, asomada en todo momento por la boca. Tal vez, era una sonrisa disuasoria...
El caso es que aquel trío se llevaba estupendamente bien y calle arriba, los veía perderse a saber quién sabe dónde.
Supe por una vecina, que una de sus rutas era el mercado ambulante de los viernes. Los encontró por allí, entre los puestos de flores y verduras, de pan y salazones, a los tres, en fila india entre el tumulto de la gente.
Cuando regresaba a casa el grupo había aumentado en tres o cuatro miembros, sí, era muy sociable. Allí se disolvían y cada cuál, tomaba su rumbo.
Bandido pidió su nombre. Era blanco como una nube, salpicado aleatoriamente de manchas negras, dos de las cuales, fueron a caer justo encima de sus ojos y orejas. De ahí que, como llegó al mundo puesto de antifaz, así le llamara. Sus ojitos eran de charol, pequeños como botones y vivarachos como una lengua que en lugar de hablar, pestañea.
Nunca se enfadaba, no gruñía a desconocidos; como defensa no hubiese sido la mejor, pero como compañero fiel, no tenía par. Ahora, eso sí, su nombre, más que hacer honor a su pinta, lo hacía a sus fechorías.
Un día lo llevé a la peluquería canina, allí quedó entre temblores nerviosos y manos extrañas. Quedé en recogerlo pasada una hora y me marché. Dos calles más abajo..., Bandido a mi lado...¡qué bandido!..., se escapó puesto de bozal y a medio pelar.
Tardé una eternidad en poderlo coger, y eso con la ayuda de una señora que me conocía y se apiadó de la burla que se traía conmigo. Yo lo llamaba y él, obediente, venía, pero una vez iba a echarle el guante, escapaba a la acera de enfrente y desde allí me retaba.
La peluquera se excusó cuando fuí a devolverle al cliente..., yo lo imaginaba, lo imaginaba...
En otra ocasión fue Lola, la floristera, la que vino a pedirme cuentas.
Dijo que mi Bandi había tenido relaciones amorosas con su perrita..., yo, qué puedo hacer- le dije- ¡nada!, -dijo ella-, pero ya sabes que compartiremos camada, vete preparando.
 Milagrosamente sólo nació un perrito, que quedó con la madre.
Tantas cosas contaría de Bandi  como tantas otras no puedo contar porque él nunca me las contó.
 Diecisiete años dan para mucho en un perro. El, ya no está,(...).  Como última fechoría se llevó su alegre compañía.
 Nunca tendré un perro igual.


María José.

sábado, 13 de octubre de 2012

A veces..., siempre.

A veces soy ola, crecida y rabiosa,
que llega en volandas surgiendo del mar,
una onda lanzada que se estrella en la roca,
y una vez rota, vuelve a callar.
A veces soy astro, lejano y perdido,
que desde el silencio sólo puede mirar
las manos que arañan, los labios mordidos,
las mentiras pardas y el mar frente al mar.
Pero siempre, puedo ver la terneza
de las palomas zureando en el palomar,
la limpia y eterna pureza
del niño naciente, que gime al llegar.
Y sé que todos los ojos
por tristes que sean,
 no quieren llorar.




viernes, 12 de octubre de 2012

Cosas de hombres buenos.

Marchó Fermín al monte a buscar leña. Llevaba  apoyado en el hombro el machado y su perro, Cuco, un pointer color canela, lo acompañaba.
Las brumas del amanecer ya se habían disipado y el frescor que emanaba de la tierra húmeda, parecía lavarle la cara a los árboles, que se mostraban de un intenso verde y el musgo, de un brillante color.
El era un hombre recio, más que de cuerpo, de espíritu. El campo y aquellos fríos lo habían curtido y los avatares de la vida, le habían dado la última capa de imprimación a su carácter.
Subió la empinada cuesta que le conducía al lugar dónde las hayas más secas, podrían servirle de alimento para la hoguera. Desde aquella altura se divisaba la parte trasera de su casa donde, recogidas entre las blancas vallas, pastaban sus cinco vacas lecheras  como reinas de un jardín.
Cuco adelantó su paso., husmeaba por todos lados volviendo la vista de vez en cuando hacia su dueño.
Escuchó Fermín un silbido lejano, -`por ahí anda Amancio-, pensó, y le contestó con otro similar. No se necesitaban muchas voces en aquel lugar, ni entre ellos, su código morse lo tenían muy bien aprendido porque, nunca mejor que en aquel lugar, las palabras se las lleva el viento.
Diez minutos más tarde, los dos amigos se encontraron en el mismo punto.
  Con tu perro no hay forma de pasar inadvertido,- dijo Amancio-,  he sabido que estabas aquí por él, ¡pues no será que me ha detectado!..., buen perro este tuyo.
Amancio llevaba una escopeta en la mano, iba en busca de alguna liebre que echar a la cazuela, así que, los dos juntos, continuaron el camino.
¡Mira, por allí se ve una!- le avisó Fermín. Amancio, sigilosamente, se fue acercando apuntando con el arma y se escondió tras un arbusto; cuando la tuvo a tiro, disparó.
Mala suerte, por que se escapó como alma que lleva el diablo, sin embargo, lo que encontró entre aquellas hojas espinadas fue una ardilla. Debió caerse del árbol, apenas tenía pelillos en la cola, andaba más destartalada que el plumero de una limpiadora compulsiva. La recogió de entre la broza, aquel cuerpecito temblaba como un flan.
Esta se la llevo a mi nieta, -dijo Amancio- al mismo tiempo que la introducía en el zurrón que llevaba colgado al hombro. Seguro que en dos días la repone, aquella chica, no he visto más que le gusten los animales. Cada vez que tengo que matar un pollo, no te puedes imaginar el drama..., no sé a quién le habrá salido, por que comer, hemos de comer, ¡qué chiquilla!. Hoy le voy a dar una alegría.
Al cabo de un rato, cada uno  de ellos tomó un camino diferente, no sin antes acordar en verse por la tarde para tomar un café.
 
Los ojos de Alicia no cabían en su cara, ni su sonrisa tampoco, cuando vió la ardilla que le trajo el abuelo.
-¡Mira enfermera!, aquí te traigo un paciente que necesita tus cuidados.
La niña la cogió entre sus manos, apropiadas al tamaño de la ardilla y le buscó una jaula donde ponerla. Le colocó una tacita con agua y otra con avellanas, cubrió el fondo de la jaula con un jersey viejo, para que no tuviera frío, y la colocó junto a la ventana para que le diera la luz y se alegrara.
Cada diez minutos pasaba revisión.
- No debes tocarla mucho, Alicia.
- No abuelo, sólo la estoy mirando, pero cuando se ponga buena y pueda tocarla, le voy a peinar la cola para que se vaya bien guapa al bosque.

Por la tarde, se encontraron los dos amigos. Fermín se acercó a la casa de Amancio y allí estuvieron tomando café y hablando de sus cosas. Le preguntó por la reacción de la chiquilla con la ardilla y Amancio le dijo:
- Allí la tiene, adorándola, mira ven y verás el albergue que le ha preparado.
La niña no estaba en aquellos momentos, había ido con su madre al pueblo.
Fermín se acercó a verla y se dió cuenta de que la ardilla había muerto. Se miraron los dos, coincidiendo en pensamiento,
- Venga, vámonos a ver de qué manera arreglamos esto.
Los dos amigos, marcharon de nuevo al monte con el animalito dentro de una bolsa. La dejaron al pie de un árbol y se dispusieron a buscar otra; aquello era como encontrar una aguja en un pajar.
- Estate atento porque yo, por más que miro, no veo y cuando veo, no la puedo coger.
Así que, allí andaban los dos como un par de furtivos de ardillas.
-¡ Válgame el señor, Amancio!, ¿no sería mejor ponerle un pollico?, tengo siete que acaban de nacer.
- ¿Tú te crees que mi nieta es tonta?, ¡anda, mira bien que...!.
-¡Ahí se ve una!, - y se subió con un trapo en la mano que le echó por encima a la ardilla.
Trapo, ardilla y Amancio, se hizo todo uno al caer al suelo.
- Ay, ay -masculló-,¿ la he cogido?, ay...
- Sí, está aquí pero, ¿cómo estás tu?
- Creo que me he roto un dedo, ya lo veremos luego, ahora vámonos antes de que lleguen ellas.

 Colocaron la ardilla en la jaula.
 Vamos al médico que tiene que mirarte ese dedo, -le aconsejó Fermín-.
Ahora, cuando venga la niña vamos, deben de estar a punto de llegar.
Escucharon abrirse la puerta. -Ahí están.
Alicia, evidentemente, lo primero que hizo al llegar fue ir corriendo a la habitación a ver a la enferma.
Alicia, enséñale la ardilla a Fermín, que quiere verla, -dijo su abuelo-
La niña llegó con la jaula en sus manos y sus exclamaciones de alegría, borraron por completo el dolor de aquellas falanges rotas.












martes, 9 de octubre de 2012

¿ Que por un garbanzo no se pierde un cocido?.

¿ Que por un garbanzo no se pierde un cocido?
Puse la olla a hervír con los ingredientes correspondientes para el cocido, o sea se, los muslos de pollo, las patatas, las verduras, un trozo de ternera, el chorizo y la morcilla y a continuación, los garbanzos.
Todo estaba en su lugar en aquel estado de ebullición, pero un garbanzo me la jugó.

Algo debía tener, (estoy segura que fue él), porque ya su extraño color me dió algo que pensar; pero una que es algo distraída, lo perdió de vista en el momento de la ofrenda al recipiente.
Al destapar la olla, tras un extraño sonido, comprobé que el pollo coceaba a la zanahoria, el puerro muy cortés, intentó defenderla, pero salió despedido por la embestida del apio. Debe ser que apio y pollo ya eran amigos desde la granja.
El chorizo se sobresaltó al recibír un empujón de la patata y creyendo que había sido la morcilla...la estranguló con su hilo.
Mientras tanto el resto de garbanzos como siempre, jaleando.
La ternera estaba sobrecogida por aquella turbulenta situación y su cuerpo se estremeció tanto, que quedó más dura que una piedra.

Tanta presión se concentró en aquel lugar, que la tapadera salió despedida y, cual lava de un volcán, se hizo el caos en mi cocina.

¡Ay Señor! y aún dicen que por un garbanzo no se pierde un cocido...

viernes, 5 de octubre de 2012

Recordando a un noble hidalgo.

Que me perdone Cervantes
por traer a Don Quijote
a estas tierras de Levante.

Pasó gran caballero,
una vez, por estas tierras,
andaba con fiel escudero,
a vos, os cuento en leyenda.
Entró con paso templado
por donde se abre la puerta
de esta tierra salinera que,
si acaso tiene huerta,
si acaso molinos tuviera,
no son más que blanca yerba
y el Levante en mar abierta.
Pidió el noble señor,
en la noche, cama y vianda;
para hidalgo y servidor
dieron sábanas de Holanda.
Y soñó el gran soñador
con su amada Dulcinea,
creyó haber oído su voz
en el arrullo de la marea.
Levantóse noble Quijote
siguiendo el perfume a brea,
y detrás, buen Sancho, a trote,
lo siguió hasta la arena.
-¡Sancho!, ¿no oís esas voces
que cantan?, ¡es Dulcinea!,
¿O será la mar que, en la noche,
está muriendo de pena?
¡He de ir en pos della,
vive Dios que no habrá nadie,
que a causarle daño atreva!;
si es la mar, que con el aire,
están juntando sus fuerzas,
¡soy caballero amante!
y no habrá quién me detenga.
Cuando las olas cubrían
más allá de su cintura,
se apagó la melodía,
y se encendió su cordura.
-¡Mi señor, volved a tierra,
regresad pronto a la arena!,
no es la voz de su doncella,
son romanzas de sirena
cautivando a los marinos,
en noches de luna llena.

Con prístino rayo de alba,
partieron los dos cabalgantes
hacia tierras de La Mancha,
dejando atrás el Levante.


María José.







jueves, 4 de octubre de 2012

Poema para un adios.

Si faltas tú, yo, ¿qué haré?,
¿a quién mis rimas de amor
cantaré?
 
Si la sed consume mi ser
y tu dulce agua no hallo,
¿adónde iré a beber?.
 
No te vayas, amigo,
no se pierda tu río en el mar,
si tu me faltas,
¿adónde te iré a buscar?.