viernes, 12 de octubre de 2012

Cosas de hombres buenos.

Marchó Fermín al monte a buscar leña. Llevaba  apoyado en el hombro el machado y su perro, Cuco, un pointer color canela, lo acompañaba.
Las brumas del amanecer ya se habían disipado y el frescor que emanaba de la tierra húmeda, parecía lavarle la cara a los árboles, que se mostraban de un intenso verde y el musgo, de un brillante color.
El era un hombre recio, más que de cuerpo, de espíritu. El campo y aquellos fríos lo habían curtido y los avatares de la vida, le habían dado la última capa de imprimación a su carácter.
Subió la empinada cuesta que le conducía al lugar dónde las hayas más secas, podrían servirle de alimento para la hoguera. Desde aquella altura se divisaba la parte trasera de su casa donde, recogidas entre las blancas vallas, pastaban sus cinco vacas lecheras  como reinas de un jardín.
Cuco adelantó su paso., husmeaba por todos lados volviendo la vista de vez en cuando hacia su dueño.
Escuchó Fermín un silbido lejano, -`por ahí anda Amancio-, pensó, y le contestó con otro similar. No se necesitaban muchas voces en aquel lugar, ni entre ellos, su código morse lo tenían muy bien aprendido porque, nunca mejor que en aquel lugar, las palabras se las lleva el viento.
Diez minutos más tarde, los dos amigos se encontraron en el mismo punto.
  Con tu perro no hay forma de pasar inadvertido,- dijo Amancio-,  he sabido que estabas aquí por él, ¡pues no será que me ha detectado!..., buen perro este tuyo.
Amancio llevaba una escopeta en la mano, iba en busca de alguna liebre que echar a la cazuela, así que, los dos juntos, continuaron el camino.
¡Mira, por allí se ve una!- le avisó Fermín. Amancio, sigilosamente, se fue acercando apuntando con el arma y se escondió tras un arbusto; cuando la tuvo a tiro, disparó.
Mala suerte, por que se escapó como alma que lleva el diablo, sin embargo, lo que encontró entre aquellas hojas espinadas fue una ardilla. Debió caerse del árbol, apenas tenía pelillos en la cola, andaba más destartalada que el plumero de una limpiadora compulsiva. La recogió de entre la broza, aquel cuerpecito temblaba como un flan.
Esta se la llevo a mi nieta, -dijo Amancio- al mismo tiempo que la introducía en el zurrón que llevaba colgado al hombro. Seguro que en dos días la repone, aquella chica, no he visto más que le gusten los animales. Cada vez que tengo que matar un pollo, no te puedes imaginar el drama..., no sé a quién le habrá salido, por que comer, hemos de comer, ¡qué chiquilla!. Hoy le voy a dar una alegría.
Al cabo de un rato, cada uno  de ellos tomó un camino diferente, no sin antes acordar en verse por la tarde para tomar un café.
 
Los ojos de Alicia no cabían en su cara, ni su sonrisa tampoco, cuando vió la ardilla que le trajo el abuelo.
-¡Mira enfermera!, aquí te traigo un paciente que necesita tus cuidados.
La niña la cogió entre sus manos, apropiadas al tamaño de la ardilla y le buscó una jaula donde ponerla. Le colocó una tacita con agua y otra con avellanas, cubrió el fondo de la jaula con un jersey viejo, para que no tuviera frío, y la colocó junto a la ventana para que le diera la luz y se alegrara.
Cada diez minutos pasaba revisión.
- No debes tocarla mucho, Alicia.
- No abuelo, sólo la estoy mirando, pero cuando se ponga buena y pueda tocarla, le voy a peinar la cola para que se vaya bien guapa al bosque.

Por la tarde, se encontraron los dos amigos. Fermín se acercó a la casa de Amancio y allí estuvieron tomando café y hablando de sus cosas. Le preguntó por la reacción de la chiquilla con la ardilla y Amancio le dijo:
- Allí la tiene, adorándola, mira ven y verás el albergue que le ha preparado.
La niña no estaba en aquellos momentos, había ido con su madre al pueblo.
Fermín se acercó a verla y se dió cuenta de que la ardilla había muerto. Se miraron los dos, coincidiendo en pensamiento,
- Venga, vámonos a ver de qué manera arreglamos esto.
Los dos amigos, marcharon de nuevo al monte con el animalito dentro de una bolsa. La dejaron al pie de un árbol y se dispusieron a buscar otra; aquello era como encontrar una aguja en un pajar.
- Estate atento porque yo, por más que miro, no veo y cuando veo, no la puedo coger.
Así que, allí andaban los dos como un par de furtivos de ardillas.
-¡ Válgame el señor, Amancio!, ¿no sería mejor ponerle un pollico?, tengo siete que acaban de nacer.
- ¿Tú te crees que mi nieta es tonta?, ¡anda, mira bien que...!.
-¡Ahí se ve una!, - y se subió con un trapo en la mano que le echó por encima a la ardilla.
Trapo, ardilla y Amancio, se hizo todo uno al caer al suelo.
- Ay, ay -masculló-,¿ la he cogido?, ay...
- Sí, está aquí pero, ¿cómo estás tu?
- Creo que me he roto un dedo, ya lo veremos luego, ahora vámonos antes de que lleguen ellas.

 Colocaron la ardilla en la jaula.
 Vamos al médico que tiene que mirarte ese dedo, -le aconsejó Fermín-.
Ahora, cuando venga la niña vamos, deben de estar a punto de llegar.
Escucharon abrirse la puerta. -Ahí están.
Alicia, evidentemente, lo primero que hizo al llegar fue ir corriendo a la habitación a ver a la enferma.
Alicia, enséñale la ardilla a Fermín, que quiere verla, -dijo su abuelo-
La niña llegó con la jaula en sus manos y sus exclamaciones de alegría, borraron por completo el dolor de aquellas falanges rotas.












2 comentarios:

  1. Había disfrutado ya esta historia amiga, una mas de tus ternuras, siempre será un placer visitarte amiga.

    ResponderEliminar
  2. Yo estaré siempre encantada y agradecida con tu presencia.
    He intentado estar entre tus amigos pero no me aclaro para hacerlo.
    Te mando un fortísimo abrazo.

    ResponderEliminar