Un canario recogidito dentro de la jaula que cuelga al lado de la ventana es la banda sonora que ambienta al Café de Oriente. En el techo, un ventilador de grandes aspas, gris, y unos tubos fluorescentes algo amarillentos por el paso de los años, terminan de configurar su personalidad.
Enfrente, cuatro mesas con sus respectivas cuatro sillas esperan el aperitivo o la partida de dominó.
Ramón, Paquito, Eugenio y Manolo son los afiliados de la mesa más próxima al rincón. Un taburete corto, por cada dos amigos, hace las veces de mesilla para los carajillos y el cenicero; la mesa central es el escenario del juego. Allí, removiendo fichas, dan paso al azar.
Manolo delimita su espacio privado con una infranqueable barrera de siete ladrillos vestidos de esmoquin frente a los ojos de Ramón. Ramón ordena de mayor a menor sus fichas, Paquito apenas las levanta para echar un vistazo las vuelve a poner boca abajo, tiene una excelente memoria. Y Eugenio es el de los golpecitos, cuando le toca poner, ¡tiembla la tierra!.
Así, tres días a la semana, Manolo de setenta y cuatro años, jubilado; Paquito de treinta y nueve, bombero,Eugenio de cincuenta y dos, albañil y Ramón de sesenta, contable, gane quien gane, mantienen la amistad, la tradición y abierto el bar de Joaquin y Teresa. Dicen que el Café Oriente está pasado de moda, ¿ y lo que dentro se juega?.
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