martes, 7 de mayo de 2013

El hijo que nunca tuve.

A través del visillo, sentada en una silla, veo el ir y venir de la gente que pasa por la calle. Me gusta escuchar el sonido de sus zapatos, eso me lleva a recordar mis tiempos de juventud, cuando también pisaba firme el suelo con aquellos zapatos de medio tacón reservados para los domingos.
Recuerdo que las amigas, una a una, pasábamos a buscarnos a casa. Carmela era la más rápida, era una polvorilla, la de las ocurrencias, siempre la tenía pensada, lo mismo estaba para un roto que para un descosido. Ella llegaba a mi casa sobre las diez de la mañana todos los domingos. De allí salíamos las dos, cogidas del brazo, en busca de Amelia.

Amelia era calladita, tímida, tenía un alma asustadiza; de pequeña le tocó vivir los últimos coletazos de la guerra y temía al sonido de los aviones. Tenía cinco años más que nosotras y aquel lustro marcó , posiblemente, la diferencia de carácter.
El orden de reunión no era por preferencias entre nosotras, era simplemente por ubicación física.; vivíamos en la misma calle, en orden descendiente y así nos íbamos recogiendo una a otra, lo mismo que la entrega de un cartero.
Bajábamos entonces a la plaza del pueblo, el punto de ebullición de los domingos. Los niños vestidos de marinero y las niñas de muñeca, tras salír de misa con sus padres, jugaban con las peonzas y las canicas, alguno que otro hasta llevaba triciclo y ellas, en corrillo, apostaban sus cromos.
Nosotras nos acomodábamos en un banco al solecito, mirando el pasar de la gente, dándole de comer a las palomas y haciendo planes para nuestros sueños futuros.

Es hora de mi medicación, acabo de escuchar a Gabriel que pregunta por mí.

Entre aquella mañana de domingo que tengo en la memoria y la partida de Amelia, no sé realmente el tiempo que pasó, son las lagunas que van quedando después de tantos soles vistos, pero se casó con un médico y marcharon a vivír a Italia. Mantuvimos el contacto por carta durante años, pero un día, sin cómo ni por qué, dejamos de escribirnos.
Carmela montó una tienda de ultramarinos y tuvo seis hijos, cuatro varones y dos mujeres. Enviudó a los setenta años y hoy vive con una de sus hijas.; está felíz aunque ya, su cuerpo y su mente ,pocas veces están en comunión.
Y yo vivo en un lugar plácido. También conocí el amor, un francés llegado a puerto que conocí en la tienda de ultramarinos de Carmela me robó el corazón. Viajé a Francia a conocer a su familia y allí nos instalamos. Dejó el mar y yo mi tierra y con mucho esfuerzo e ilusión montamos nuestro propio negocio, una chocolatería. Fué, ciertamente, un dulce oficio en toda regla.
No tuvimos hijos, pero sí nos sentimos padres. Una hermana de mi esposo sufrió un accidente que la dejó postrada en una silla de ruedas y nosotros nos hicimos cargo de sus niños. Vivían con sus padres, pero todas la mañanas los acompañaba al colegio, los iba a buscar más tarde, los cuidaba cuando estaban enfermos. Mi cuñada se deshacía en agradecimiento, pero siempre le dijimos que el favor nos lo hacían ellos a nosotros aunque nos hubiese gustado verla caminar nuevamente.
Y así pasaron los años, los niños fueron creciendo hasta alzar el vuelo y mi esposo cerró el libro de su vida una mañana de primavera.
Sentí entonces la necesidad de volver a mi plaza, a mi banco de las palomas..., regresé.
Ahora, tras el visillo, disfruto del sonido de los transeúntes, del ir y venír sin prisa de los días, de los eternos niños del parque y de Gabriel, el enfermero que está pendiente de mi medicación, de que no me falte el apoyo de su brazo para caminar sobre mi mediano tacón cuando me acompaña a buscar rayos de sol.
Él, ahora, es el hijo que nunca tuve.


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