domingo, 26 de mayo de 2013

Memorias de una casa.




Tantas veces vuelve a mí que así no podrá nunca romper el lazo del recuerdo; ahora lo hace en sueños, donde sabe que no es delito y aun así, dentro de ellos, muchas veces se da cuenta de que ya es una intrusa en su propia casa.

Desde la calle en la que me construyeron podía ver el mar y divisar cada barco carguero que arribaba a puerto. Su saludo sonoro se propagaba por todo el pueblo, era un silbido grave, imponente a la vez que alegre. Todos le daban la bienvenida, incluso con el pensamiento. Era un jubileo ver banderas nuevas ondeando en aquel viento mediterráneo. Antaño, cuentan, aquellos buques traían cosas que aquí no se habían visto antes y que los marineros extranjeros, sobre todo los americanos, regalaban a los niños que acudían en tropel a recibirlos: chicles, *estrato, azúcar moreno...
Yo era de techos altos y grandes ventanas, cada una con un balconcito cerrado por una reja de mediana altura a cada lado de mi puerta de entrada. De la protección de los finos cristales, que siempre temblaban cuando algún cansado camión subía la calle, se hacían cargo dos persianas verdes de madera.
Ella nació en una de mis habitaciones. La única comadrona que había, y que después fue alcaldesa, ayudó a venir al mundo a la mayoría de los de su generación. Aquellas madres eran un tanto arriesgadas en cuanto a cualquier complicación que pudiera surgir en el parto, incluso en el neonato.
Mi patio era lo que más le gustaba. Su abuela lo tenía lleno de macetas con hortensias, geranios, y un árbol de Navidad que se ponía precioso cuando llegaba la época de lucir sus flores rojas, aunque, curiosamente, son hojas que se visten de flor.
También había un columpio de doble asiento que hizo su padre y que, tanto ella como su hermano, compartían, algunas veces juntos o empujándose el uno al otro. Otra de las ventajas que tenía el patio era que allí le dejaban tener animales, entre ellos, gatos, que iban y venían libremente por los tejados.
Sus paredes encaladas de inmaculado blancor a veces se confundían con las sábanas tendidas y éstas, a su vez, confundían su aroma a jabón con el perfume de las flores. Son delicias caseras. En el verano tomaban el fresco bajo la parra que su abuelo plantó y que abrió sus brazos a modo de sombraje, pero eso sí, con ojo avizor, puesto que las avispas también acudían al almíbar de los pequeños racimos de uva que graciosamente se descolgaban.
El tiempo pasó con su desfile de años y yo siempre estaba llena, estaba viva. Los tíos de Mallorca venían de visita todos los agostos. El tío Eduardo contaba anécdotas de cuando vivía en Cádiz y de sus viajes en el Juan Sebastián Elcano; era músico militar de la Armada y anduvo por medio mundo en aquel buque-escuela. En invierno, poco antes de Reyes, era cuando recibíamos la de los tíos de la Parroquia, pueblo cercano, con sus dulces artesanales como regalo y en agradecimiento marchaban con otros tantos presentes.
La vida trajo muchos acontecimientos felices: comuniones, bodas, nacimientos. Y también tristes: duelos y separaciones. Pero todos vividos y sentidos entre mis brazos, bajo mi techo, sobre mi suelo. Hogar significa estar en lo bueno y en lo malo.
Al morir la dueña, la que figuraba en un mísero papel como mi propietaria, sus sobrinas, las herederas, dueñas a la vez de seis o siete casa(S) más, me quisieron a mí.
Ella, mi verdadera dueña, la que yo vi nacer, luchó con la mala ayuda de una mala abogada y un día empezó a recoger muebles, a llenar maletas... Y yo no pude elegir. No puedo moverme.
De vez en cuando la veo pasar por delante de mí. A veces me mira y otras, agacha la cabeza.
Nada puedo hacer. Aunque quiera abrirle mi puerta me han tapiado la entrada. Han cegado mis ventanas y pintarrajeado mi fachada. El patio murió de soledad.
Sé que mi dueña viene a visitarme en sueños porque en la maleta que se llevó no caben todos los recuerdos.



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