jueves, 12 de septiembre de 2013

La última batalla.

Año 564 - Baja Edad Media-.


Los caballos estaban ensillados y nerviosos. En el aire se respiraba una sensación extraña; mezcla de valor y seguridad de quien confía en sí mismo, mezcla de desasosiego, como quién sabe que deja en manos de los demás una importante labor sin acabar.
Era la hora de partír, el momento de las despedidas, de besos y lágrimas.
Ella lo besó en los labios dejándole el sabor dulce tan particular de su boca. El acarició su rostro con delicadeza y guardó la llave dentro de su bota de montar.
Era la costumbre, la atroz y denigrante costumbre,  para la mujer,  del cinturón de castidad.

Pasadas cinco semanas de aquella mañana ella se despertó con náuseas. Su cara estaba pálida como la cera y a duras penas podía sostenerse sobre sus piernas.
Sus temores se habían confirmado: estaba encinta.
Lo que para cualquier mujer hubiese sido una alegría, ella lo lloraba amargamente.
El no regrasaría -si regresaba- hasta Dios sabe cuándo y ella, en ese estado, se encontraba en un gran dilema.
Los comentarios no tardaron en escucharse. Unas mujeres, las más piadosas, se compadecían de ella ofreciéndole consejos y remedios; otras, -posiblemente las que menos tuvieran que hablar- la miraban con desprecio y no bajaban la voz en sus comentarios al verla pasar, todo lo contrario, querían ser escuchadas.
-Ahí va ella...de nada le ha servido al esposo guardar su tesoro, porque si él hubiese estado seguro de esa posibilidad nunca hubiera cerrado la puerta.-
-Hay algunas que son así ya desde que nacen y no hay llave que las encierre....- y reían jocosamente.
Sabía que se exponía a ser repudiada por su esposo -siendo un castigo benevolente- si a su vuelta lo recibía con un niño en los brazos, pero era demasiado el amor que sentía por su criatura para hacerle pagar a él la turbia mentalidad de esos tiempos.

Fué liberada del cinturón de castidad antes del séptimo mes de gestación por un herrero y su hijo vino al mundo en una madrugada del mes posterior.
Estuvieron los dos entre la vida y la muerte a causa de la escasez de higiene y de que el niño se presentó de nalgas. Pero con mucha suerte los dos lograron sobrevivír.

A los tres años regresó su marido de las duras batallas que tuvo que librar.

Sus fornidos brazos apenas eran ahora piel y huesos. Estaba famélico, la barba le caía onduladamente cubriéndole el mentón y en sus ojos quedaba un deje de tristeza, de amarga victoria. Sólo él sabe lo que su mirada contemplaría.
Entró en la casa apresuradamente, casi con alegría, y bajo el arco de piedra que daba al patio encontró a su esposa y sobre sus brazos, un niño.
La primera reacción de él fué acercarse a ella y palpar su cintura.
Ya no estaba allí, solamente notó, a través de su larga falda, el contorno redondeado de sus caderas.
Miró al niño con extrañeza, el pequeño le respondió con una sonrisa, dejando ver sus diminutos y blancos dientes como granitos de arroz.
La miró de una forma cortante y fría y dió media vuelta marchándose en silencio.

Ella dejó al niño en el suelo, con cuidado, y corrió tras él.
Lo cogió del brazo haciendo que se girara y con lágrimas en los ojos le dijo:
-Mi felicidad es ahora doble, esposo mío, estás vivo, estás salvo y nuestro hijo tiene padre.


-¿Nuestro hijo? - contestó él con voz áspera.- Yo no dejé ningún hijo al partir.
-Sí lo dejaste, mas ninguno de los dos lo sabíamos. Ha crecido en mi vientre el fruto de nuestro amor, y eso, nadie nos lo puede arrebatar. He llorado ríos por tí, pero mares por nuestro hijo, por el niño que mi mano toma.
El hombre la besó en la frente y dándole la espalda se marchó.

No volvió a verlo hasta pasadas tres semanas.
Regresó de librar otra batalla, la batalla interior de su conciencia.
La última batalla.
-He matado en nombre de nuestro Rey, he padecido dolor, hambre y enfermedad por los demás. ¿Cómo perder la gloria ahora que la tengo en mis manos?.

Y se fundieron los tres en un largo abrazo.

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