las campanas precipitan sus grandes cuerpos redondos,
y entre pétalos de rosas y de blancas margaritas,
salen de allí desposados, Manuel y Carmencita.
¡Vivan los novios! -exclama- todo el que está presente
y una nube de arroz lanza, con buenos deseos, la gente.
Tras dos años de casados, de caricias en la piel,
un niño les ha regalado, la vida, por su querer.
Ojos negros, piel morena -igualito que Manuel-
suave como la crema, tan dulce como la miel.
La sonrisa es de su madre y ese hoyuelo en la barbilla,
y la gracia de su risa... ¡ eso no hay quién lo compare!.
Pero un aciago día, llega Manuel enojado
y empapado de bebida, a casa, de lado a lado.
Carmen le abre la puerta, tras lo cuatro golpes dados
y al abrirla, lo que encuentra, es a un Manuel cambiado.
Su mirada está perdida y sus gestos desconoce,
mas con la mano tendida, a su esposo recoge.
El primer golpe...en la cara, recibe Carmen dolida
y en su mejilla que sangra, una brecha se perfila.
Un silencio sepulcral se abrió entre la pareja,
como de acero, un puñal, se clavó en su alma de perla.
Así comenzó el calvario de esas noches sin final
¡dónde estará el remedio, para curar este mal!
¡Ay, si mi madre supiera, por lo que yo he de pasar!,
¡Y si mi padre me viera! lo que por mí iba a llorar...
recordando el día que me diera, a Manuel, en el altar.
El amor se puede terminar, pero jamás, convertirse en violento desprecio.
María José.