sábado, 12 de abril de 2014

De un billete a esta parte.


Ahorré dinero como un cuentagotas, centavo a centavo hasta que me dio para el billete de avión y para apañármelas al menos durante unas semanas en aquel país, después la me las arreglaría, de momento mi idea era irme de aquí.

Llegué al país y entré por la puerta grande, por la que decía llegadas, con mis cuatro cosas en la maleta de mano y mi visado de turista en el bolsillo del pantalón.

Lo primero que me impresionó fue la cantidad de gente, el tráfico, los altos edificios, la prisa de los transeúntes, luego, cuando me iba fijando más en los pequeños detalles, era la belleza un tanto pálida de las mujeres, lo arreglados que iban los hombres, yo me miraba los zapatos, estaban limpios, y lo más estupendo de todo, era que hablábamos el mismo idioma, por supuesto que eso me facilitaría mucho las cosas.

En la capital no anduve más de dos semanas, encontré habitación en una pensión muy bien apañada acorde con lo que costaba la noche. Tenía las sábanas limpias, un cuarto de aseo en el pasillo, y si quería, aunque no entraba en el precio acordado, podía desayunar en un pequeño bar que había en la planta baja, por dos euros daban café con leche y tostadas o un par de madalenas. Solo un domingo bajé.

Entre tanto, aprendí a desplazarme en metro, lo que a pié alcanzaba no daba para mis propósitos que eran encontrar un trabajo. Estuve casi a punto de colocarme en una panadería, en el obrador, pero el dueño al final se echó para atrás. Así pues me sumergí en la locura subterránea de vagones y estaciones, de las cuales me costaba menos ir que volver a la pensión. Me cansé de estar allí y el bolsillo empezó a pasarlo peor que yo en cuanto a la delgadez monetaria.

Cogí un autobús y me largué a la costa.

Allí me impresionó el olor del mar, incluso antes de que la vista se alegrara de aquel azul intenso ya lo hacía mi pituitaria, Para mi, que soy hombre de secano, aquella brisa un tanto salada y empalagosa me hacía pensar que en esta latitud las cosas me iban a ir mejor. Que tanta sal daría sed y no hay mejor remedio para eso que un bar a la orilla de la playa, ya me vi de camarero.

El autobús se detuvo en la estación sobre la una y media del medio día. Bajé sin nadie que me esperara, a qué cuento iba a ser. Pero de lejos vi un chico que me recordó mucho a mi hermano y me entró la nostalgia.

Me compré un bocadillo de queso para ahuyentarla y una cerveza para disolverla, funcionó.

La cartera temblaba ya aquellas alturas, mes y medio entre una cosa y otra y de laborar, de momento, naranjas de la china. La pensión tuve que sustituirla por una caja de cartón. Sus medidas se adaptaban perfectamente a mi ser, no soy grande, es una ventaja, no soy fornido, otra.

Y la suerte me tocó dos veces, dos días nada más habitando aquel chalet y encontré trabajo. De camarero, toma, en lo que yo quería.

Era en un bar de poca monta, mucho a orilla de la playa y todo lo que quieras, pero el jefe tenía un pico de mala uva, vamos que si se pincha con él se envenena. Un día, no sé ni como ni porqué, me vio meterme en mi chalet a dormir, y al día siguiente me lo soltó. Le dije que estaba esperando la paga y que ya tenía apalabrada una habitación en un hostal.

Esa noche no dormí en el chalet, abrí un coche que estaba aparcado seis o siete días sin tocar delante de mi propiedad y me acomodé en el asiento de atrás, por fin un colchón. Pero sucedió que a media noche moscas, un tipo abrió la cerradura de delante, se sentó e intentó arrancarlo y una tipa se presentó dando voces, yo estaba entre dos sueños y me dieron un susto de muerte. La mujer llegó a la calle mucho antes que los pantalones, camisas y zapatos que lanzó desde el cuarto piso por la ventana. Una vez allí, la mujer le dijo de todo menos bonito, cogió una garrafa de gasolina, roció el coche y sacó un mechero. El hombre salió del coche, yo salí del coche. Al momento, polis, bomberos y mucha gente

se presentaron in situ. Yo me largué con viento fresco a otra parte.

Al día siguiente mi jefe comentó lo del suceso nocturno, que si un ladrón, que si una moza valiente, mentiras, era un suceso de cuernos y asunto resuelto, pero no lo dije.

El jefe tenía fiebre ese día, me adelantó unos billetes del sueldo para el hostal, los cogí, los conté, y pensé: con suerte, me da para la habitación sin tele.

El de la barra me propuso compartir piso con él, era un tipo calmoso, le costaba trabajo hablar, y andaba que parecía a cámara lenta, lo tenía contratado por ser su sobrino, a buenas lo iba a tener allí si no era por compromiso. Pensé que al menos no me daría la lata ni sustos nocturnos así que acepté. Pero me salió gato por liebre, no daba sustos ni te ponía de los nervios por parlanchín ni esas cosas, pero era demasiado flojo y la casa andaba patas arriba de trastos y enredos, me dio grima , tanto más prefería la austeridad de mi chalet. No permanecí en aquel antro más que una semana.

Cambié de piso, de trabajo, de amigos y hasta de playa.

Me fui al centro.

Mi visado caducó, ya era ilegal, pero yo me sentía igual, sin encontrar el lugar dónde poner el huevo, con el bolsillo flojo, el estómago rechistando y la nostalgia picándome el pecho.

Por las noches me acuerdo de mi madre, allí quedó, resuelta en lágrimas cuando despegué, es entonces que una niebla se me cruza por delante y me da por pensar en volver, luego se desvanece y me digo que es pronto aún, que con treinta años todavía puedo dar más de sí, coñe, que no he atravesado miles de kilómetros, escapado de la pira, ni he sido un regalo de navidad sin papel decorativo para que tres meses y medio después volver con las orejas gachas. Esto promete, y así me voy dando ánimos. Con eso y con qué no tengo pasta para regresar, y a nado, va a ser que no me apetece, sigo en mis trece de echar para adelante.

Hoy he leído un anuncio en una revista de tirada gratuita, dice que se necesita peón de albañil, voy a probar a ver que pasa.

Nada, nos presentamos 60 tipos para una pala, un legón y una hormigonera, demasiadas manos para tan pocas herramientas. Me he vuelto por donde he venido, pero, lo que son las cosas, me he tropezado con una antigua clienta del bar de la playa y me ha dicho que hace tiempo que no me ve por allí, si es que ya no trabajo en el bar. Le dije que estoy en el paro, y me ha dado una dirección para que vaya, que de seguro tengo un puesto de jardinero. Los ojos me hacían chirivitas.

Ahora estoy de jardinero en una urbanización de jubilados ingleses, les cuido el césped, podo los rosales, quito la hojas caídas de la piscina, se trata de cinco casitas adosadas unas otras, tomo el té de las cinco y les enseño a ratos a hablar español, me los llevo de cervezas de cuando en cuando, ellos me invitan a sus barbacoas bajas en grasa.

Los fines de semana echo unas horas en el bar de la playa, el sobrino del jefe se despidió porque dice que su tío lo explotaba ahora estoy bien, he alquilado un estudio y hasta tengo novia, es una chica de mi país que lleva viviendo aquí doce años, es la que me ha ayudado a resolver el trajín de los papeles, permisos de residencia y hasta estoy pensando en jurar bandera para tener doble nacionalidad.

Mi madre me manda en Navidad paquetes con calcetines y calzoncillos, y yo le envío cada vez que puedo algo de dinero, cuando, céntimo a céntimo, como un cuentagotas reúna dinero suficiente para el billete de avión, me marcho a mi país a hacerle una visita y comérmela a besos.

Después volveré, voy a ser papá.



2 comentarios:

  1. Menos mal, tu Lazarillo emigrante tuvo un final feliz. Aunque conociéndote un poco, ya me lo imaginaba. No te van mucho los finales trágicos y me parece bien, para tragedias ya tenemos la realidad...
    Es un relato muy entretenido, donde pasa de todo y se mantiene el interés hasta el final.

    Abrazos Mª José.



    ResponderEliminar
  2. Hola Jero, me vas conociendo un poco jeje, no me gustan los finales trágicos, bastante tenemos ya de que la vida se encargue de ponerlos cuando le da la gana. Esta historia es de verdad, vale que le he escrito desde mi sentimiento, imaginando lugares y momentos y cosas como la nostalgia, la sensación de soledad, la tripita vacía y esas cosas que no me han contado pero en momentos extremos se dan. Me hace pensar en lo quejicas que a veces llegamos a ser, que si una mala noche, que si un mal día y quien duerme dentro de un cartón qué, y quién no conoce a nadie en el momento que necesita que le echen una mano qué. Dentro de cada emigrante hay una historia que quizás él mismo quiera olvidar, yo me alegro de que cada persona a la que la necesidad le ha obligado a cambiar radicalmente de rumbo alcance su objetivo y encuentre felicidad, al fin y al cabo eso es lo que le pedimos todos a la vida, con más o con menos, ser felices.
    Gracias por leerlo y gracias por tu visita.
    Un abrazo Joaquin.

    ResponderEliminar