domingo, 17 de agosto de 2014

Alma y materia. Relato fantástico, o no.

Entramos en aquella taberna empujados por el frío viento que vencía a los robustos árboles, cuanto más a nosotros, dos personas cuyos pies eran frágiles raíces apoyadas en la tierra. Dentro, una luz acogedora hacía su perfecta combinación con el mobiliario de madera. Al fondo, una chimenea encendida se ofrecía como pista de baile a las llamas que chisporroteaban dentro del lar. La barra quedaba situada a la izquierda de la entrada y sobre ella, como farolillos que bajaban del techo, colgaban jarras de cristal.
Mario y yo escogimos una mesa que estaba próxima al calor, nos quitamos los anoraks, metimos los guantes dentro de los bolsillos y los colgamos en el respaldo de la silla. En seguida se acercó hasta nosotros un hombre de cara amable y barba rala para tomar nota de lo que queríamos tomar. Mario pidió un café Irlandés y yo un café con leche.
Las ventanas estaban bien selladas puesto que afuera, a través de los cristales, podíamos ver los árboles balanceándose a uno y otro lado empujados por el loco viento y en cambio, desde dentro, no se escuchaba ni un soplido.
La puerta volvió a abrirse y, como la tenía enfrente, vi entrar a un hombre altísimo, diría que rondaba los dos metros, lo deduje porque me recordó a los jugadores de baloncesto. Era una hombre de edad avanzada, me llamó bastante la atención el tamaño de sus manos, eran enormes, muy proporcionadas con su estatura; se sentó en un taburete frente a la barra, silencioso, encorvó la espalda para no rozar con la cabeza las jarras que pendían del techo y después sacó de sus bolsillos trozos de papel.  Los doblaba, giraba, incluso recortaba a pellizquitos con las yemas de los dedos de tal manera que aquellos pedazos de papel, quedaron convertidos en animales. Los puso encima de la barra, en fila: un conejo, un pato, un ciervo y una ardilla, un pájaro que parecía un águila..., me sorprendió cómo aquellas manos tan grandes, que a priori inspiran fuerza, pudieran tener tanta delicadeza.
Mario chascó los dedos - despierta, que te has quedado embobada- me dijo.
Mira, - le pedí que se volviera-
Vaya, si que es grande ese hombre.
Sí, pero aparte de eso mira lo que ha hecho, ¿has visto que figuritas?, acaba de hacerlas ahora mismo y me ha transmitido una sensación tan hermosa como extraña.
Venga, pues despierta de sensaciones que tenemos que marcharnos ya, pronto se hará de noche y nos queda, como poco, media hora hasta el hotel por estas sinuosas carreteras de montaña.
Nos levantamos, volvimos a enfundarnos los anoraks y nos dirigimos a la barra para pagar la consumición. El hombre alto nos habló - son ustedes turistas ¿verdad?
Sí, así es -contestó Mario-
¿Verdad que éstos bosques son hermosos?
Lo son, vaya, lástima que hayamos tenido que salir precipitadamente por este cambio de tiempo tan repentino -contesté-
¿Están alojados en el pueblo? yo soy de allí de toda la vida, miren -nos dijo señalando unas fotografías que habían en la pared- esos dos somos el de la barra, mi buen amigo Ernesto, ese de ahí- dijo señalando al dueño de la taberna-  y yo, años atrás.
Ernesto, al mismo tiempo y al vernos mirar las fotografías, corroboró sus palabras, que eran él y su buen amigo Sebastián, el mejor guardabosques del mundo, -así lo dijo-.
Pagamos la cuenta y nos despedimos.
Una vez en el coche arrancamos camino al hotel, pero Mario se dio cuenta de que Sebastián acababa de salir de la taberna. Se había puesto un gorro de lana, abrochado el abrigo hasta el cuello y emprendido el paso.
Tal vez él también va al pueblo, ¿te parece bien si le preguntamos si quiere que lo acerquemos?
No sé, -dije- no lo conocemos de nada, tengo algo de desconfianza, la verdad...pero fíjate qué frío hace...vale, pregúntale.
Cuando el hombre llegó a nuestra altura Mario bajó la ventanilla del coche y le preguntó, el hombre accedió a venir con nosotros. Yo me pasé al asiento de atrás dejando que él ocupara el mío. Durante el trayecto nos iba diciendo el nombre de los lugares por donde pasábamos y además, nos recomendó visitar un mirador que se emplazaba a pocos kilómetros de allí. Sólo hablaba bondades de la montaña y los bosques.
Una de aquellas veces nos hizo mirar a un lado de la carretera, era una zona especialmente hermosa por la que transcurría el curso de un río y, al volver la mirada a la carretera, el asiento donde debía estar Sebastián ¡estaba vacío! Mario detuvo el coche inmediatamente y los dos, quebrados de color, éramos incapaces de articular palabra; justo a la derecha de aquel tramo de carreta se levantaba un cartel de madera señalando el lugar en el que estábamos: Paraje Del Fiel Guardabosques, a la memoria de Sebastián Freire.








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