domingo, 21 de septiembre de 2014

El arca de la infancia

Los animales que ocuparon tiempo y espacio en mi casa e infancia constituyeron en sí toda una fauna con bastante diversidad, cada uno tenía una historia, una manera de ser que lo hacía propio dentro de su especie.

El pato.

Teníamos una pata, ponía huevos por eso supimos que era hembra. Todos los días, a partir de no sé qué momento, empezó a contribuir con su sustento, pero la pata era caprichosa. Vivía, naturalmente, en el patio, y el antojo del ánade no era otro que dormir encima del sumidero. Al principio no pasaba nada pero con el tiempo le fue entrando reúma; todas las mañanas, cuando mi abuela salía a su encuentro, la veía caminar, no ya patosamente sino anquilosada, entumecida, medio paralítica, y aquello a mi abuela le supuso una preocupación lastimera así que decidió que por las noches, la pata dormiría dentro de una caja de cartón alejada de aquella humedad. Pero se escapaba, era cabezona y volvía al frescor del desagüe. En invierno el problema se agravó y nuevamente tomó otra decisión: meterla por las noches, envuelta en una sabanita, dentro de casa, delante de la estufa, así que allí y así veíamos todos juntos el Un, Dos, Tres. Mi abuelo terminó cansándose de aquello y la pata acabó siendo el regalo para una vecina que también tenía animalejos en su casa. Un día, la vecina pasó por casa para decirle a mi abuela que qué bueno que le había salido el guiso de pato.
Lloramos ese día.


El gato.

Teníamos dos gatas, una se llamaba Estrella y la otra Cuqui, la primera era de color gris ceniza, a rayas, y tenía unos ojazos verdes preciosos, completamente redondos como si fueran caramelos. Era bastante huraña y traicionera, cuando más a gusto estabas con ella encima, acariciándola ¡zas! se revolvía y te arañaba de arriba abajo. Ya tenía sus años cuando nos regalaron otro gatito que tendría tres o cuatro meses al que llamamos Fany. Estrella, como suele pasarle a los animales entrados en años, tenía pocas ganas de juego, pero con el gato nuevo se le revolvieron los instintos maternales de una manera muy acusada y la amamantaba. Qué curioso era verla, con aquel carácter suyo, panza arriba y con su bebé adoptivo succionando el perfecto alimento.
Con el tiempo nos dimos cuenta de que Fany estaba medio loca, no creo que fuera por culpa de la leche je, y lo que le pasaba es que tenía la costumbre de que cuando veía la puerta de la calle abierta salía escopetada, desde el patio, atravesando toda la casa en línea recta, salvando los muebles y cogiendo velocidad en ese trayecto hacia la acera de enfrente. Evidentemente cruzaba hasta la carretera para toparse con la pared en donde daba la vuelta y hacía el mismo recorrido a la inversa.
Un día la atropelló un coche que se llevó de golpe y porrazo sus siete vidas.


Los monstruos marinos.

Había, en mis tiempos de mocos, una revista que nos mandaban por correo en la que se anunciaba, con la intención de vender, infinidad de cosas raras: productos que hacían que unos brazos enquencles de golpe y sopetón se convirtieran en los de Hércules, fajas que ponían el talle de avispa, cacharros para la cocina, cremas milagrosas, gafas con rayos X, sonotones para espiar al vecino y entre todas aquella rarezas Monstruos Marinos. Mi hermano y yo convencimos a mamá para que nos permitiera pedir los monstruos, qué chulada...y nos dejó hacerlo. Días antes de la entrega yo ya andaba con el run run de qué hacer si los monstruos crecían mucho, si ya no cabían en la pecera, si se volvían malos; pensé que los podía tirar por el wc, pero ¿y si volvían? También pensé en llevarlos a la playa pero todo intento de deshacerme de ellos me proporcionaba una preocupación tremenda, así que pensé que ya se vería, que de momento el pedido estaba hecho.
El día que vino el cartero con aquella peligrosa entrega llamé a mi amiga Mª del Mar, la apertura de la caja era un acontecimiento muy importante. Mi hermano que es un poco mayor que yo fue el encargado de hacer los honores, lo recuerdo como si fuera ayer, alrededor de la mesa mi abuela, mi madre y nosotros tres, mi padre ya se encontraría la sorpresita cuando llegara y mi abuelo, como no se creía nada ni se arrimó. Allí que andábamos, con la pecera llena de agua ya preparada encima de la mesa y los monstruos dentro de un sobre, el cual fue abierto con mucho cuidado y nosotros respirando flojito por si acaso aspirábamos alguno de aquellos seres. La mezcla se produjo sin ningún tipo de reacción, todo lo más fue que el agua se enturbió y por causa de que ya estaban en proceso de vivificación, ¡ou! Para poder verlos, ¡venían unos prismáticos de regalo! que nos fuimos pasando de uno a otro, pero mamá trajo la lupa que era más eficaz, con lo otro no se veía nada. Yo esperaba ver el tritón, a Neptuno con su tridente (igualito que el de la foto del anuncio) o la sirena de pelo largo...nada, ni lo veía yo ni lo veía nadie a no ser que tuviera una vista privilegiada y una imaginación desbordante.
Tres o cuatro días nos duraron los gusarapos aquellos.
Lo del hámster caníbal, la tortuga fantasma y el periquito globo se queda sin contar que ya es mucho texto. Pero decir que cada pérdida tuvo sus lágrima lo digo.

Divina infancia.

2 comentarios:

  1. El sueño de la imaginación y la realidad donada por la convivencia de tantos y tan variados animalitos, hacen que con su sentida perdida se escape una lágrima… Linda reseña Mª José. Un abrazo... http://dialtri.blogspot.com.es

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  2. Hola Dionisio, la infancia mueve y remueve todo cuanto a su alrededor toca, para mi es una de las etapas más maravillosas de la vida, no sólo por lo que yo haya vivido sino porque lo sigo viendo en los niños.
    Gracias, un placer tu visita.
    Un abrazo.

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