lunes, 15 de septiembre de 2014

Y además, en Navidad.

Su padre era Pirata y él trajo en su fisonomía legados de aquel nombre, quizá vino pidiéndolo y sólo bastó mirar con atención sus rasgos para saber que, inconscientemente, su apelativo ya lo traía dado, Bandido. Llevaba un antifaz negro que le cubría también las orejas, blanco el manto y sobre el lomo, unos lunares brunos que no terminaban de ser redondos, lo adornaban. Antes de fijar la atención en su nariz, era obligado detenerse en sus ojos, pequeños pero vivaces, del mismo color del café con leche con mucho azúcar, dulces. La nariz, nada que envidiar a la de los muñecos de peluche, era un botón, si no un dedal, por darle fondo, forrado de charol; tenía las pestañitas peinadas en diagonal hacia el vértice exterior del ojo. Le cortaron el rabo al nacer, a mi no me hubiera importado que conservara su cola, tal vez por esa falta, toda su alegría la manifestaba a través de la mirada y la exteriorizaba en saltos y carreras. El tacto de su pelo era suave, algodonoso mientras fue cachorro, mullido como todos lo son, después fue perdiendo ese pelaje y sustituido por otro tieso, con más carácter, acompañando a su nombre intrínsecamente, por concluir, levantado en armas.
El último capítulo de su aventurada vida, no por ello traumática amén de éste episodio, lo recuerdo con tanta claridad que se hace extensiva al sentimiento de desasosiego que me acompañó durante los días que lo secundaron.
Bandido salió de paseo con su correa atada al collar, pero se revolvió dando cabezadas, de tal manera que se liberó de su propia seguridad. Se lanzó como un pajarito libre a la carrera, juguetón, travieso e inocentemente inconsciente y cruzó la carretera. En ese mismo momento una moto que circulaba y él se alcanzaron en su cruzada trayectoria, el atropello ya era inevitable; el motorista cayó al suelo derrapando por el asfalto durante unos segundos, el perro fue lanzado por el golpe recibido hasta el otro lado de la vía, siendo frenado en su inercia por el borde de la acera con la que impactó su cabecita. Quedó tendido e inmóvil. En cuestión de quince minutos acudió un policía avisado por algún transeúnte, nos aseguramos que el conductor estuviese bien, lo estaba, a excepción de una manga rota de la chaqueta que llevaba puesta y el espejo retrovisor que resultó quebrado. Bandido seguía inmóvil, inconsciente, muerto. El policía lo tocó ligeramente con la punta de su bota, nada...,de repente el perro se levantó, aturdido, desorientado y dolido y como un cohete en el que acaba de hacer contacto el fuego con la pólvora salió corriendo, corriendo, corriendo...
Aquella misma tarde/noche anduvimos buscándolo por los lugares aledaños,... nada.
Los días que sucedieron al atropello fueron esperanzadores, decepcionantes, angustiosos, tanto más cuanto más iban pasando los días y no aparecía. Visité la perrera, la casa donde antes vivíamos, él tenía la costumbre de volver allí, al balconcito bajo de la ventana ,donde se subía y se acomodaba hasta que mi tío que vive enfrente se percataba de aquel visitante y me telefoneaba para que fuera en su busca, curiosamente no sabía regresar.
Nada, fueron días nulos y fueron pasando de tal manera que se convirtieron en semanas. La incertidumbre es mala, también la tristeza y si las dos se suman, es angustia lo que termina por adherirse. En casa, de cuando en cuando teníamos la sensación de que arañaban la puerta de entrada, abríamos, no había nadie. La Navidad se acercaba con sus fríos, con sus noches heladas, sus días de lluvia y lo dábamos ya por perdido.
La misma mañana de Navidad me levanté temprano, siempre madrugo, ya por defecto, y en la mesa todavía estaba la bandeja de turrones, mazapanes y dulces que no desaparece en tanto no pasa el día de Reyes; escuché los arañazos en la puerta, eran tan reales que una vez más me acerqué a abrir, pero esta vez, en ésta ocasión ¡sí era Bandido!, allí estaba, con su cabecita agachada, como si llevara puesto encima un abrigo tres tallas más grandes que la suya, como si todos los huesos de su esqueleto hubieran invadido más espacio del que le correspondieran, con su naricita seca como una flor a la que se le ha negado el agua, cuarteada, acartonada. No podía creerlo, era una sensación grande, increíble, de agradecimiento, ¡Bandido estaba vivo! en casa por Navidad, ni el famoso anuncio...
El golpe que se dio en la cabeza, que fue algo más arriba de la ceja, le dejó una marcada cicatriz oscura y una de sus patas traseras presentaba un bulto, fruto del trastazo que le dio la moto.
No sé, perdí la cuenta de los polvorones que le di, la casa bullía de alegría pese a que él, hasta pasados unos meses no volvió a ser el mismo de siempre, estaba extraño, silencioso, carente del nervio y viveza que le caracterizaba, era como un robot que atendía órdenes pero no expresaba nada, supongo que pasaría lo suyo para sobrevivir desorientado y sólo, con hambre y sed. Alguna vez hasta me parecía percibir en él sentimiento de culpa por haber estado lejos, otras, que nos veía culpables de su abandono, pero eso por supuesto eran sensaciones mías. Bandido, con el tiempo volvió a ser Bandido, tal vez un poquito más, porque desde entonces adquirió la costumbre de ladrar y gruñir a todos los perros con los que se cruzaba, quién sabe si le tocó lidiar con alguno en aquellos momentos.
Sinceramente, una Navidad para no olvidar.

Es un relato fiel a la realidad, escrito y sentido desde mi verdad.






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