sábado, 29 de noviembre de 2014

Romance de Abenámar

 
¡Abenámar, Abenamar,
moro de la morería,
el día que tú naciste
grandes señales había!
 
Estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida;
moro que en tal signo nace
no debe decir mentira.

Allí respondiera el moro,
bien oiréis los que decía:
¡No te la diré, señor,
aunque me cueste la vida!
porque soy hijo de un moro
y una cristiana cautiva;
siendo yo niño y muchacho
mi madre me lo decía:
que mentira no dijese
que era grande villanía;
por tanto, pregunta rey,
que la verdad te diría.
 
-Yo te agradezco, Abenámar,
aquesta tu cortesía.
¿Qué castillos son aquellos?
¡Altos son y relucían!
-El Alhambra eran, señor,
y la otra la Mezquita,
los otros los Alijares,
labrados a maravilla.
 
El moro que los labraba
cien doblas ganaba al día,
y el día que no los labra
otras tantas se perdía
desque los tuvo labrados
el rey le quitó la vida
porque no labre otras tales
al rey de la Andalucía.
 
El otro es Torres Bermejas,
castillo de gran valía;
el otro Generalife,
huerta que par no tenía.
 
Hablara allí el rey don Juan,
bien oiréis lo que decía:
-Si tú quisieras, Granada,
contigo me casaría;
dárete en arras y dote
a Córdoba y a Sevilla.
 
Casada soy, rey don Juan,
casada soy, que no viuda;
el moro que a mi me tiene
muy grande bien me quería.
Hablara allí el rey don Juan,
estas palabras decía:
-Échenme acá mis lombardas
doña Sancha y doña Elvira;
tiraremos a lo alto,
lo bajo ello se daría.
El combate era tan fuerte
que grande temor ponía.
 
El romance de Abenámar es una composición anónima y destacada del Romancero Viejo.  Se enmarca dentro de los llamados romances fronterizos, a los cuáles se les da ese nombre por estar inspirados en las hazañas de la guerra contra los moros en la frontera de la España Musulmana del siglo XV.
 
 
 
 
 
 
 
 

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