jueves, 23 de julio de 2015

Los cabos del tiempo


El destino no cambia sus planes, cambian los nuestros, estoy convencida de ello. Él tiene la virtud de la paciencia, porque no está sujeto a tiempo ni lugar como lo estamos las personas, él dice cuando y dónde, esa es su forma de actuar.

Para contar esta historia he de remontarme a muchos años atrás, cuando era una niña inquieta que cabalgaba en su imaginación en un caballo blanco. Cuando recolectaba piedras y las metía en una caja de zapatos con la esperanza de que se reprodujeran, lo mismo que si fueran perros o gatos. En esa edad no se distingue la fantasía de la realidad, la mente es un valle fértil, virgen, es por eso que hay que protegerla como el mayor de los tesoros. Luego, el espacio que precisa ir cumpliendo los años, ordena en los estantes de la mente cada cosa en su lugar. Desde esos primeros años hasta el final de los días han de pasar muchas cosas hasta que todo quede por siempre colocado.

Desde pequeña ya era un tanto mistica, no por influencia del ámbito que me rodeaba, porque aunque había signos de fe cristiana en mi casa, sobre todo dentro de la cajita que mi bisabuela guardaba repleta de estampas de virgenes y santos, de cielos, no era de obligado cumplimiento ir a misa los domingos, mucho menos entre semana como tantas vecinas tenían costumbre. Pero de alguna manera influyó en mí aquella bondad de las oraciones aprendidas a base de escuchar las benevolentes bendiciones del ángel de la guarda.

Di cristiana sepultura a un gorrioncillo que murió en mis manos, la primera reacción ante aquel cuerpo ya sin vida fue miedo, aprensión y lástima, era la primera vez que veía un cadáver y aún peor, lo tenía entre mis manos, así que lo metí dentro de una cajita de jabón, envuelto en un pañito azul para que estuviera cómodo en su eterno descanso y lo enterré en un solar, encima de su sepultura coloqué unas hierbas que encontré alli mismo. Pasados los años me fui dando cuenta de que ser demasiado recta en una fe, sea cualesquiera que sea, coartaba demasiado la espontaneidad del mismo alma. Solo había dos caminos, lo bueno o lo malo, no habían opciones intermedias y eso me traía infinidad de dudas e inseguridades. Aparte del blanco o el negro hay grises, y todos, todos los colores se despliegan en gamas, ninguno es malo, ¿por qué la mente nos enjuicia?

Aquello lo descubrí en una temporada que pasé junto a mi tía muy lejos de aquí, donde había mar. Allí la gente, quizá por cuestion de vivir frente a un horizonte abierto que se mueve constantemente, no como ésta tierra que corta la mirada más allá de las montañas que hacen de frontera, es abierta, dicharachera como el Siroco. Alli, sin ser fiesta, se respiraba ambiente festivo. Cuando los barcos venian de pescar todo el pueblo iba a recibirlos, eran pequeñas embarcaciones un tanto rudas, pero gobernadas por hombres fuertes que ni temían al implacable sol del mediodía ni a las tormentas que los pillaban desprevenidos, ese era el pago que se sabía obligado a cambio de aquellos frutos.

Allí conoci a Fernando, contábamos ambos dos con la difícil edad de dieciseis años. Dieciseis años frente al mar son complicados en tanto que la luna es doble, es ella y es su reflejo sobre las olas, es ella y el calor húmedo que emana, es ella y su influjo que hace florecer la noche. Su padre cuidaba el velero de un hombre de negocios que aparecía por allí dos veces al año, una, en primavera, con su señora, otra, en verano, con su señora, pero no se parecían en nada una a la otra.

Algo tenía que tener ese velero, lo descubrimos una noche que, como piratas sonámbulos, nos dirigimos a la nave asaltándola por uno de sus costados. Sobre las saladas aguas probamos las dulzuras del amor, sobre el alcázar, bajo las velas. Sucedió después que la siguiente luna llena no menstrué, yo no tenía sintomas de nada, y no hice caso alguno de aquella señal, de que aquello era una señal, Fernando sí que lo notó, me decía que me notaba extraña, que era la primera vez que pasábamos junto al jazminero que colgaba a través de un bajo muro y no olía sus flores, no me había percatado de aquello pero era cierto, también, que cuando nos recostábamos en la playa mirando las estrellas ya no hablaba tanto como antes, en cambio, me dormía. Algo estaba pasando en mi, evidentemente aquello me puso bajo sospecha, me informé adecuadamente y le confirmé mi estado, Pero unos días antes de comunicarle a su madre y a mi tía el paradigma que se nos venía encima, se me deshizo el niño , solito, la misma magia que lo trajo se lo llevó y lo lloré como a aquel gorrión. En  nosotros mismos también actuó, puesto que poco a poco fuimos distanciándonos, sin notarlo apenas, hasta que llegó el momento en que jamás volví a pensar en Fernando. Quedó clausurado en un rincón de mi memoria.

Cuando regresé de nuevo a casa las montañas me parecían más grandes, habían crecido, a ver si después de todo iba a ser verdad aquella fantasía de pequeña, de que las piedras, sino reproducirse, crecían. Era simplemente cuestión de óptica, la mirada se me había acostumbrado a la llanura del mar. Mi madre me notó cambiada, más madura, dijo, tu tía te ha moldeado parece ser, pero no había sido mi tía, había sido el camino que el destino me puso delante para caminarlo. No le dije nada de aquello, quedó en un secreto de tres, porque el niño, si no yo a él, me conoció.

Me matriculé en una escuela de pintura que abrieron en el pueblo. Aquella idea del arte de los colores me llamó la atención y curiosamente sólo dibuja cielos y ángeles. Un día hubo una exposición de nuestros trabajos y un marchante que acudió a verla se interesó por uno de mis cuadros. Me ofreció la posibilidad de ir a una escuela de bellas artes para perfeccionar mi estilo, decía que tenía potencial, y como a veces te tienen que decir los demás lo que tienes porque tu no te das cuenta por tenerlo, me fui con él. Ya había cumplido los veintiuno así que era mayor de edad y responsable en mi toma de decisiones. Mi madre lo aceptó de buen grado, cosa que le agradeceré siempre.

Ya sabía de colores, del amor, de perder antes de tener, de valerme por mi misma, ya que nunca consentí que me mantuvieran como tenia previsto hacerlo aquel marchante, al que muy pronto le vi de cerca la marcha de sus propósitos y le di giro. Nunca ingresé en la famosa escuela de artes, pero ya que estaba en aquella ciudad, allí permanecería por un tiempo. Trabajé en una frutería, puesta de delantal blanco y una molesta cofia que nada me favorecía, pero que a la dueña le encantaba. Por las tardes, cuando cerrábamos el negocio, a eso de las siete y media, después de pasar por casa, bañarme y cambiarme de ropa, me bajaba a orillas del río que atravesaba zigzagueando la ciudad.

Por lo visto mi piel seguía oliendo a frutas, eso me dijo el joven que un día se sentó junto a mi en el desnivel verdoso que bajaba hasta la misma ribera . No hablamos demasiado en nuestro primer encuentro, pero poco a poco, a fuerza de saludarnos un día y otro, nos sentamos juntos lejos del río, tomando un cremoso café y creando una distendida conversación , ambas cosas nos fueron reconfortantes. Alli nos hablamos el uno del otro y con la misma intensidad de aquel humo del café dejamos suspendido en el aire una nube de complicidad que después derivaría en amor. Los años posteriores a aquel encuentro fueron de leyenda, nos acoplamos el uno al otro como el ritmo al tempo, como el agua a la vasija, así, nos hicimos complemento  uno del otro.

Pero el destino nunca olvida su hoja de ruta, nos deja hacer, pero es él quien dirige desde la sombra. En un viaje que hicimos a un país tropical, la primera y última vez que saldría fuera de territorio español, sufrimos un accidente. Rodeábamos una montaña subidos en un autocar con la intención de llegar a un paraje natural digno de contemplación. No estaba muy lejos del lugar en el que nos instalamos, pero las carretras, más bien los caminos, eran casi intransitables. Confiamos, como todos los demás pasajeros, en la pericia del conductor acostumbrado a hacer aquella ruta incluso con los ojos cerrados, eso nos dijo para tranquilizar a todo el grupo. En una de quellas curvas, cuya parte delantera del autobus parecía quedar suspendida en el vacio, derrapamos. La carretera estaba llena de barro debido a que el ambiente en aquel lugar siempre era húmedo y quizás, el exceso de confianza hizo que fuera a más velocidad de la justa para esa maniobra y caímos dando vueltas de campana por aquel precicipio casi vertical. Yo no me maté de milagro, pero de los veinte viajeros que lo ocupábamos ocho perecieron, entre ellos mi hombre.

Estuve más de un mes ingresada en un hospital donde recompusieron mis huesos. Él fue repatriado, hizo su último viaje sólo,  yo lo hice tres meses después, y al final, lejos de la consternación, pude llorarlo como a aquel gorrión.

La vida continuó inapetente, trémula, deshojada, ya no pintaba ni ángeles ni cielos, ni olia a frutas, ya no sabía donde tenia que estar pues en ningun lugar me encontraba.

Pero alguien, por lo visto, me había seguido la pista sin inmiscuirse en mi vida ya que nunca tuve ni signo ni seña de ello, era Fernando, aquel pirata amigo, aquel muchacho de cabellos rizados y ojos negros con el que un día participé en la osadía de poner a temblar nuestros cuerpos. Ahora había surgido de la nada para llevarse esta tristeza a la que estaba sometida. Dice que siempre hemos sido dos cabos sueltos cuyo final era quedar atados uno a otro, pero antes de eso han cabido otras posiibilidades como la de amarrar mucho, y querido, y lo hemos hecho, pero que ahora, esos dos cabos, se unirán entre sí para agarrar con fuerza el ancla de respeto que fondeará nuestra nave con su alcázar. Y es verdad, creo firmemente que el tiempo ha unido éstos dos cabos sueltos.


Relato imaginario.

domingo, 19 de julio de 2015

Beso fugaz



Ayer pensé en los besos, como siempre,
fue en el momento en que una estrella se caía,
atravesó de Norte a Sur la bóveda celeste
y desapareció sin tocar tierra en su energía.

Y en ese instante de fulgor tan momentáneo
me pude imaginar lo que la estrella sentiría,
pensar que sólo el corazón puede, es erróneo,
porque el amor también precisa cercanía.

Así, como esa estrella, son fugaces,
los besos que te mando cada día,
se desvanecen en el cielo siendo audaces
sin que tú sientas su calor ni su agonía.

jueves, 9 de julio de 2015

A las golondrinas de Bécquer

 

Golondrinas de Bécquer
¿porqué vais vestidas de negro?
¿porqué sobre cielos azules
lleváis franjas de duelo?
No, golondrinas risueñas,
no, florecillas del viento,
venid para hacer en las tejas
nidos de amor cual espejo.
Para tomaros de ejemplo,
por levantar las miradas
y que creamos de nuevo
en las nuevas primaveras
más allá de los senderos.
Golondrinas de Bécquer,
¿porqué vais vestidas de negro?
¡si lleváis de grana y verde
el corazón todo envuelto!

lunes, 6 de julio de 2015

Un po-chis*

*Esto no es más que un chiste llevado a la rima, (poema/chiste) había que ponerle un nombre, pues ese mismo. Me contaron éste pues yo no sé lo años y me acordé, así que con unos arreglos y añadiendo algunas cositas así queda:

En la casa de Manolo
también anidó la crisis,
es mucho más que un mal rollo
es como una apocalipsis,
y hasta salir del meollo
se dialogaba en elipsis.

Reunió aquel padre a sus hijos,
eran cinco churumbeles,
la comida, un huevo frito,
-se reparte como puede-
y en fila puso a los chicos
con pan que a cada uno diere.

Iré pasando el platillo
con el coco sustancioso
y mojaréis el barquillo
en este huevo tan meloso
de uno en uno, es bien sencillo,
que yo a la par también mojo.

Dada la Semana Santa
en la fecha del suceso,
el padre que va y se arranca
con un pom pom de repecho,
a cada pom cada niño
mojaba en yema su pan.

Era bastante preciso
aquel ritmo de rotar
pero el padre era algo pillo
con el huevo a su pasar
y, justo en su bigotillo,
un redoble iba a tocar.

Pom pom pom
-en los demás-
Porrompompompom
-en su lugar-

Uno de aquellos chiquillos
no lo pudo remediar
y a su padre, así le dijo:
cuando vayas a pasar
por delante de mi vera
¡para! ¡detente, papá!
¡que hoy yo canto una saeta...!
-bien mojaíta en el pan-




sábado, 4 de julio de 2015

Vuelve marinero.



Un barco vuelve
por la cintura del mar,
se trae recuerdos
de en otros mares bogar.
Abre senderos
el viento, su capitán,
y son las olas
que a puerto invitan a entrar.
El marinero,
la noche y su soledad,
rayo primero
que se descubre en el mar.
De besos mudos
tus labios saben a sal,
vuélvete a tierra,
ven marinero al hogar,
que las estrellas
saben sin ti caminar,
no tu sirena,
que es quien te espera al llegar.