domingo, 29 de noviembre de 2015

El consuelo de unas alas.


Mi  padre hablaba muy serio, nunca lo había escuchado así, y mi madre lloraba. Desde la otra habitación mi hermano y yo  que estábamos sentados en la cama nos mirábamos preocupados percibiendo vagamente la conversación que tenían, a la que se sumó la voz del abuelo.
-Debemos hacerlo ya, no hay tiempo, ésta noche misma sale el barco y ya está todo dispuesto, no podemos pensarlo más porque no hay nada que pensar- dijo papá.
-Es una imprudencia, si se tratara sólo de los dos no me importaría arriesgarnos en esa locura que no sabemos ni a donde nos va a llevar, pero...los niños...tu padre..- decía mamá con voz entrecortada.
El abuelo bajó la cabeza dubitativo.
El abuelo se queda aquí- añadió con firmeza- tengo muchos años en los huesos y estoy cansado, ya he peleado mucho en la vida y mi viaje final no es encontrar una tierra nueva donde morir, pero vosotros tenéis la obligación de esforzaros por encontrar un lugar mejor en el que vivir con vuestros hijos, aquí hoy por hoy no se puede; pero yo,  ya no, yo ya lo tengo todo hecho.
-Usted es tan persona como nosotros -añadió la mujer cogiéndole las manos al anciano- y si ya es doloroso encontrarnos entre la espada y la pared, más lo es mirar a otro lado dejándolo fuera.
-Hay que comprender que las cosas son como son hija y que yo, ni tengo ganas ni fuerzas, ya lo he dicho antes y no lo volveré a repetir.
La imaginación de los niños comenzó a ponerse en marcha, ya no tendrían la seguridad de su hogar, aunque eso hace ya tiempo que lo habían perdido por culpa del bombardeo que en apenas dos calles más lejos se sucedió hace unos días.
Tenemos que ponernos en marcha, papá nunca se equivoca, ni el abuelo tampoco, hemos de ser fuertes ¿vale?
Se levantó y tomando las pequeñas manos de su hermano lo bajó de la cama.
-Lo primero que debemos hacer es liberar a Pinche- Pinche era un pajarito color naranja que tenían en una jaula.
-Vamos, sal, que no tenemos tiempo- el pajarillo, a pesar de que estaba abierta la puerta de la jaula no quería salir, por lo que el benjamín comenzó a agitarla con fuerza; el ave, asustada, echó entonces a volar huyendo por la ventana entreabierta de la cocina.
La noche prometía ser larga, empaquetaron lo más básico: prendas de abrigo para ellos y los niños, ropa interior; zapatos de repuesto, un par para cada uno y los alimentos no perecederos que guardaban en la reducida despensa; el inhalador del menor de los hijos, sus documentaciones, dinero y la bendición del abuelo.
Aquella noche partía más de un barco, hasta el agua del mar estaba nerviosa, presentía la responsabilidad que se le echaba encima, la Luna brillaba con un halo amarillento cubriendo toda su circunferencia -el abuelo siempre decía que era presagio de vientos-
 El tiempo apremiaba y subieron a la embarcación intentando por todos los medios no separarse unos de otros, los niños se aferraron a las manos de sus padres como si fuesen una extensión más de su cuerpo.
La orilla se fue haciendo cada vez más y más pequeña mientras que el mar se hizo cada vez más y más grande.
Todas las personas que estaban allí guardaban silencio, el único sonido que se escuchaba era el del motor fueraborda y el del rompiente del agua, de cuando en cuando saltaban alguna ola, de cuando en cuando se escuchaba un suspiro y una oración, la lágrimas que todos llevaban junto con la incertidumbre no emiten sonido.
Les aseguraron que llegarían a la costa en tres horas, si todo iba bien, en donde les esperaba otro grupo de colaboradores que les indicaría el trayecto a seguir para cruzar fronteras. Les advirtieron al mismo tiempo que no iba a ser fácil, pero todos ellos ya venían de una situación mucho menos fácil, lo que les quedaba era lo que llevaban puesto: la vida.
El olor del combustible penetró en el estómago del menor de los niños y comenzó a vomitar, aquello le hizo toser lo que desencadenó el tan temido asma que desde prácticamente que nació lo atacaba. La madre, con toda la urgencia que fue capaz, sacó el inhalador que guardaba en el bolsillo y lo puso en la boca del niño. Ahora era necesario calmarlo, porque si a ello se le sumaba un estado nervioso su respiración se agitaría, agravándose la situación aún más por la consecuente falta de saturación de oxígeno en sangre.
 La madre le cantaba.
A los pocos minutos de aquel angustioso cuadro algo se fue acercando por el aire, algo pequeñito que se podía ver gracias al enfoque de la Luna y que se detuvo en el agitado hombro infantil, causando, a unos, estupefacción, a otros asombro y a él tranquilidad, paz y sonrisa; era Pinche.
Entonces hablé por primera vez desde que entramos en el barco y les expliqué a todos que ese pájaro es nuestro y que lo habíamos soltado para que fuera libre, como nosotros queremos serlo. Me di cuenta de que los rostros de aquellos hombres, mujeres y niños tenían otro semblante, más..., no sé como decirlo..., tranquilo, porque lo mismo que yo, los demás saben que, cuando lleguemos a tierra debe haber algún corazón aunque sea tan pequeño como el de Pinche, y vendrá a nosotros que también necesitamos sus alas sobre nuestros hombros para calmarnos y darnos un poquito de paz y alegría, como a mi hermano, yo estoy seguro.
El barco llegó a la orilla (...)

Un momento.

Un momento en el reflejo de tu sonrisa,
en el despertar de tu mirada,
en un suspiro de un minuto en tu día
o en un sueño de tu noche callada,
es suficiente, para saberme en ti abrigada
y comprender que como el cielo y el mar,
el amor, no tiene espalda.

jueves, 19 de noviembre de 2015

El silencio del amor

No es difícil amarte, lo sabe mi corazón,
lo difícil es desarrollar éste amor.
La Luna no está de mi parte,
ni la noche, ni el albor,
ni esa estrella rutilante
que se oculta al ver el Sol.
Pero sigue la vida,
y en ella estamos tú y yo
y habrán signos que nos digan
que algo nos une a los dos:
Una paloma que mira
sin motivos a una flor,
un acorde de guitarra
que emociona a la canción,
un caballito que trota
 o un beso que se perdió,
y es que, también tiene forma
el silencio del amor.


 



viernes, 13 de noviembre de 2015

Encuentro


Hacía tiempo que Alberto y Ramón no se encontraban a pesar de que vivían en la misma ciudad, eran amigos desde la infancia, vecinos de barrio, habían ido a la misma escuela y también habían sido de la misma quinta en el servivio militar. Estuvieron embarcados en una fragata allá por los años cincuenta cuyo recuerdo para ambos más que surcar el mar fueron los mareos y afecciones de reúma que los mantuvieron ingresados en un hospital durante tres meses. Aquellos dos marineritos de agua dulce habían tenido una amistad tan íntegra que más parecían hermanos. Pero con el tiempo uno se casó y formó su familia y el otro emigró a una ciudad del norte de Europa. Entretanto la vida transcurrió con su lucha constante.

Éste encuentro casual los llenó de alegría, el tiempo pasado entre la última vez que se vieron y ahora se esfumó como por arte de magia, ¡parece que fue ayer y ¡han pasado cuarenta años! Tienes que venir a casa Alberto, vente mañana y comemos jutos. -Eso está hecho Ramón-

Ramón sacó el mejor mantel que tenía, era el de las ocasiones especiales como la Navidad, sin florituras de acebo ni campanitas bordadas, menos mal que a su María no le gustaba demasiado las cosas recargadas, ella era de estilo neutral y práctica, elegante pero sencilla, así que la mayoría de sus cosas eran polivalentes y combinadas con gusto conjugaban con todas las ocasiones.

Sacó la botella de vino que le tocó en una rifa del supermercado y que guardaba como presintiendo que sería para ser descorchada en un momento especial, compró doscientos gramos de un buen jamón serrano, un tanto de queso que la charcutera le cortó en triangulitos, un poco de bonito salado, tápenas, almendras y un pollo que metió al horno y no dejó de mirar durante todo el tiempo que duró el asado. Si se quemaba no había dinero para reponerlo.

Alberto rebuscó entre las perchas que bailaban en la barra de su armario, tres camisas con sus respectivos pantalones y una chaqueta con grandes solapas eran su fondo de armario. Lo bueno es que la chaqueta combinaba con cualquiera de los pantalones, lo malo,  que aquella, aparte de antigua se le había quedado pequeña, hacía tiempo que no la usaba pero su mujer nunca la tiró pensando que las modas vuelven y podría serle útil en alguna ocasión especial, y el tampoco la tiró porque ella nunca la quiso tirar, pero claro, la mujer no contó con que el diámetro de aquella cintura con los años se expandería , pero no había otra así que la llevaría desabotonada. De camino a casa de Ramón se detuvo en una confitería y compró una bandejita de pasteles.

La fiesta, en un martes, entró en casa. Volvieron a ser los dos chavales de antes, qué importaba que lo que le quedaba para terminar de pasar el mes a Ramón fuera calderilla, qué importaba que Alberto se sintiera aprisionado en su escasa chaqueta cuyas solapas de un momento a otro parecía que iban a emprender el vuelo, y qué importaba nada, a cambio de verse uno en el otro con la mirada alegre y el sentimiento de volverse a estrechar en los brazos de un amigo.