Molesto por el escándalo que los niños producían en plena calle, y a plena siesta del octogenario Ginés, éste se levantó de la cama medio aturdido y alterado. Tomó una llave del cajón de la mesita de noche y se dirigió a un viejo baúl que estaba frente a los pies de su cama, la introdujo en la oxidada cerradura, que no opuso resistencia al doble giro de llave y levantó la tapa. Escarbó entre los enseres acumulados en su interior y tomó una corneta que había perdido el brillo durante el transcurrir de los años.
La limpió con un suave pañito azul y salió con ella a la calle. Comenzó a soplar por la abocadura pulsando al mismo tiempo los dobles pistones y, los niños, que hasta el momento vociferaban sumidos en sus juegos, quedaron mudos ante la sonora aparición de Ginés.
Una corriente de agudas notas fue envolviendo poco a poco puertas y ventanas, portales y señales de tráfico, escaparates, farolas y vehículos. Pero la cosa no quedó ahí, las notas salieron del pueblo atravesando campos y molinos de viento, en cuyas aspas quedaron enredadas, dando vueltas durante unos minutos hasta que consiguieron salir de la fuerza centrífuga. Continuaron su trayecto como una invisible y colosal bandada de flamencos o golondrinas, avanzando, hasta que se salieron de España sobrevolando Los Pirineos. Diez minutos más tarde Europa entera brillaba al paso de las notas de corneta que Ginés liberó sin tener ni la más remota idea del maravilloso acontecimiento que estaba ocurriendo. Asia, África, América y Oceanía también fueron recorridas y embellecidas por las notas musicales. Nada, en toda la extensión de la tierra y el mar, quedó sin ser abrazada por tan excepcional y majestuosa comitiva etérea.
Ginés, cuyo propósito había sido silenciar la barahúnda de aquellos chiquillos —fin cumplido— volvió a guardar la corneta en el baúl, se metió en la cama y continuó con su siesta de las cuatro y media de la tarde.