Cuando yo era pequeña observaba a mi abuela,
en las tardes tediosas de calor y cigarras,
componer poco a poco, con ovillo de hilo
y ganchillo metálico,
flores que iban creciendo a tenor de sus dedos.
Sus rodillas cansadas por el tiempo y la artrosis
descansaban un rato
entre giros de manos y recuento de puntos;
dormitaba a momentos, despertaba, y a obrar,
dominando la hebra.
Nuestro amor se engarzó más allá de su vida;
yo ignoraba que hacía otra flor en mi pecho
cuando en brazos del sueño los ojitos cerraba.