miércoles, 29 de noviembre de 2023

Cuatro Vientos

  " ¡Ah, del castillo! ¿Quién gobierna hoy esta casa?" —articula alguien con voz potente y clara, precedida por rítmicos golpecitos de nudillos contra la puerta de la calle.

 La reconozco ipso facto. Aplazo la tarea que me ocupa, —descamar el besugo que Fernando, mi sobrino, me trajo ayer—   a continuación me enjabono las manos y luego de secarlas con un paño de cocina acudo a la llamada.

El oído nunca me engaña. Puedo asegurar, que gozo de una excelente memoria auditiva que discurre, con la edad, inversamente proporcional a la agilidad de mis piernas, es decir, a menor velocidad más fino tengo el oído para reconocer tono y timbre; se comprende que la mayor parte de mis fuerzas se concentran ahora en el pabellón auditivo. A mi abuela materna le ocurría lo mismo, y a sus noventa años, distinguía, perfectamente, el valor de una moneda por el sonido que ésta hiciese al caer.

Este es Pedro —me digo mientras acudo a recibirlo—.  Pedro pudo haber sido mi cuñado. Fue novio de mi hermana, la menor, Camila, más de ocho años pero a los dos se les chamuscó el amor al mismo tiempo. Armónicos hasta en eso. La única explicación que dieron a las familias fue: "Cosas de la vida". Nunca perdieron la amistad, eso se libró del incendio. En casa seguimos considerando a Pedro como un miembro más de la cepa, y a mi hermana, en la suya, lo mismo. La madre del novio la quería tanto que le dolió más a ella la separación que a su hijo. 

¿Quién va a gobernar la casa? Pues el Capitán —anuncio abriendo la puerta—. Adelante, Grumete. 

Mi amigo Pedro va vestido con un traje marrón, camisa beige, corbata con rayitas oblicuas que alternan colores dorado con ocre y unos zapatos, negros, impolutos. Yo llevo puesto encima de la ropa un delantal, hecho por mi esposa, de un vestido que no le venía.

Pedro recorre con la mirada el estampado floral que me viste de mitad del pecho a las rodillas. 

—Muy primaveral, Martín,  Te favorecen mucho los gladiolos con perfume marino. 

—Es que me pillas limpiando un pescado que ayer me trajo Fernando. ¿Qué te cuentas, chaval? ¿De dónde vienes tan arreglado? Pasa, hombre, vayamos al comedor a sentarnos y tomar un vinito. 

Antes de avanzar, comprueba la hora en su reloj de pulsera —la una menos veinte señalan las manecillas.

Camino del salón comedor pasamos por delante de la cocina, él continúa el trayecto solo, porque está en su casa, y yo entro en la cocina, donde me deshago del delantal y preparo dos copas de un Verdejo que tengo al fresco.

Pasados unos minutos, accedo al living con una copa en cada mano y compruebo que anda entretenido en ojear las fotos de mis hijos que Lola, mi esposa, tiene ordenadas, cronológicamente, encima del aparador de caoba. Todas repiten el mismo marco de acero inoxidable. La estatura de los niños es correlativa al orden en que las fotografía están colocadas.

—Parece una exposición de historia, a que sí  —le digo estudiando la impresión de su rostro e invitándolo a tomar asiento. 

—Y que lo digas —comenta con semblante serio—. De un día para otro ya somos historia. Hace nada éramos jóvenes y mira ahora las canas que peinamos; y tú aún puedes llamarte dichoso, pero a mí ya se me ve el cartón. ¿Sabes de dónde vengo? —y sin dar tiempo para contestar, responde— De poner en venta en una inmobiliaria el terreno de "Los cuatro vientos" 

La noticia, más que entristecer, me preocupa. Sé de sobra el cariño que Pedro le tiene a esa parcelita que heredó de sus padres. Como es natural, lo bombardeo con preguntas, porque me escama que quiera desprenderse de la parcela con lo nostálgico que siempre ha sido.

 —¿Qué ocurre? ¿Tienes apuros económicos? ¿Te has cansado de estar yendo y viniendo? ¿Te da mucho trabajo? ¿Es por los impuestos? No entiendo esa decisión tuya, pues.

—Negativo. Es la nostalgia, macho. La nostalgia. Allí nos juntábamos toda la cuadrilla cuando jóvenes ¿te acuerdas? Los niños revoloteando como perdices entre los árboles, nuestras señoras aprovechando el sol aquellos domingos para coger tono... y nosotros, Martín,  no pocas partidas de mus y dominó habremos perdido y ganado bajo la sombra del frondoso y longevo eucalipto que tamizaba la luz y ventilaba las timbas con su danza de hojas.

—¿Y Las paellas que hacíamos para catorce? -añado- con ese olor de la leña del fuego que ya en sí era un primer plato. Parece que estoy viendo a nuestras madres, con su significativa ancianidad, sentadas en las mecedoras, la boca puesta en sus recetas de cocina y los ojos en los niños. Aquél estar ponía en fuga sus dolores. Qué goce y disfrute más sencillito y natural.

—Por eso mismo, Martin, por eso mismo. Ahí estribaba el alma del terrenito. Ahora, lo que es hoy en día, se me antoja un solar donde, cada vez que voy, los árboles y yo nos miramos, así, como a lo tonto, preguntándonos donde quedó el griterío y las risas, la delectación de los sentidos. Tan melancólicos están aquéllos como yo. Y a los chicos, ya ni a rastras los llevamos allí, Martin.

—Hombre, Pedro, yo creo que haces cabeza de una manera que no es conveniente. No puede ser que tanto recuerdo bonito te lleve al sumun de un estado de pérdida y languidez.  Esto, es como si en vez de preparar una tarta con ciento cincuenta gramos de azúcar, le metes kilo y medio. ¿Qué resulta de ahí? un dulce incomible fruto de un fanático. Pues eso, si lo vas a recordar todo con esa murria...

Lo pasado, hecho está. Ya disfrutamos aquellos tiempos con el vigor del momento. Ahora vivimos en otra época, en otras cosas.

 Tampoco yo estoy como antes. Para atarme los cordones de los zapatos tengo hacerlo en fases, así que, qué hago, llevar deportivas con velcro y usar calzador para los mocasines, y santas pascuas. Si tengo que deshacerme de todo lo que me hace pensar en el pasado, pues, de plano, tendría que quitar las fotos de los chavalines, porque, me dirás tú si no han cambiado que ni el marco de la puerta ha podido detener su emancipación. La parienta, al principio, lo llevó peor que yo, no hacía sino entrar a sus habitaciones antes de acostarse. Total, no sé para qué, si de sobra sabía que no estaban. Después se acostaba y no paraba de dar vueltas en la cama de un lado para otro, como un saco de pulgas. Y eso, Pedro, no es vida.

 Recordando lo pretérito de esa manera, lo que no se nos va en lágrimas se nos va en suspiros. 

¿Te parece si llamo a Juan? Voy a llamarlo. Este te pone firme en cuanto se entere de lo que has hecho. Dime los tres últimos números de su teléfono, que siempre se me olvidan.

—Déjalo estar, Martin. Es una decisión que ya está  pensada y tomada

—Y Manuela ¿lo sabe? No creo que tu mujer te haya apoyado en esto. Me apuesto un paquete de Ducados a que no se lo has dicho.

Pedro guarda silencio mientras gira su alianza entre los dedos.

—Se lo has velado. Mira que lo sabía. 

—De habérselo comentado también tendría que dar explicación del porqué, y no quiero que se preocupe por mi atonía. 

—Qué tendrá que ver el culo con las témporas. O sea, que por estar alicaído, tu mujer no tiene derecho a opinar sobre la propiedad común. A ti te ocurre algo más que no me quieres contar. Ni quieres que Esperancin lo sepa, ni Juan tampoco.

Lo mejor, amigo mío, es que desembuches. Primero, por tu salud. Si te lo quedas dentro, ahí, para ti sólo, se encapsula y se te hace un quiste y, lo segundo, porque un problema, tratándose de dinero, no es un problema, es un gasto. Y aquí está tu amigo, y Juan y Eugenio para poner a escote lo que te haga falta, ¡carajo!

—Acaban de llamar al timbre, Martin. Debe ser Loli, me he dado cuenta que no está en casa.

—Sí, ya lo he oído —digo levantándome— pero ese es Juanito, lo conozco por el carraspeo, ¿no lo has escuchado? Yo sí.

—¿Cómo Juanito? Si no lo has llamado, no te dije los tres últimos números de su teléfono.

—Y no lo he llamado, tú me has visto.  Debe ser cosa de telepatía, o  que le pitaban los oídos al haberlo nombrado, qué sé yo de las cosas extracorpóreas. Qué sé yo. Voy a abrir.

 Pedro se levanta de la silla y aguarda con las manos en los bolsillos.

Al abrir la puerta y nada más vernos, nos estrechamos en un abrazo palmeándonos las espaldas. Juan es de carácter efusivo, vivaz, si nos definiéramos por colores él sería amarillo eléctrico. Se dedica a la subasta de muebles y otra clase de enseres. Compra lotes de productos que no han salido al mercado y luego los lleva a licitación. Algunos le entran porque el trailer que los transportaba se ha accidentado y, otros, mediante el aviso de alguna casa que se pone en venta y el dueño quiere sacar un dinero extra liquidando, por separado,  el mobiliario. Es un trabajo con el que disfruta del aspecto sorpresa. Según dice, nunca sabe con lo que se va a encontrar en las adquisiciones. Hay veces que pierde dinero en la transacción pero en otras, por contra, supera sus expectativas.

—¡Eppa! Cómo estás, bandurrio. ¿Qué pasa con tu body? ¿Dónde está Pedro? Sé que lo tienes por ahí dentro. He visto su coche al pasar por delante de tu casa —dice Juan.

—Está en el comedor, echa para adentro que allí lo tienes, sabueso.

—¡Hola marqués! —dice Juan con alegría al ver a Pedro hecho un figurín, mientras se entrega a sus brazos— . ¡Cuánto tiempo sin verte! El otro día me tropecé con Eugenio y estuvimos hablando de ti. Me dijo que te ha tocado ser presidente de la comunidad de vecinos. Así me gusta, buena presencia ante todo, que sepan quién es el boss. 

—Gajes de la propiedad horizontal —responde a su amigo, sonriéndole abiertamente— Está más contenta la Primera Dama que yo. Ni te imaginas la de cabestros que habitan en mi bloque, con los que ahora me toca lidiar. No te agendo la tarea.

¿Y tú, esas pintas que llevas...? -pregunta mirando el agujero que Juan lleva en la pierna derecha del pantalón vaquero y el deshilachado en el muslo izquierdo. 

—¡Ah!, ¿esto? Son los pantalones de mi nieto. Como tenemos la misma altura y rondamos el mismo peso me los ha regalado, porque ya no se los pone. Son cómodos, no creas. Mi mujer quiso coserle los agujeros, pero es lo que se lleva y el chico le prohibió el impulso. A mí me da igual ir descosido, así llevo ventilación incorporada. 

Pero a lo que vamos, decidme, ¿a qué se debe está concentración? Me tenéis en ascuas. ¿Se os casa alguien de la descendencia? ¿Hay plan de algún viajecito? —interroga, frotándose las manos—  Porque a lo que me niego en rotundo es a ir a los bailes de la tercera edad aunque no nos prohíban la entrada. Allí, la gente se desmadra de lo lindo: que si un tango, que si un pasodoble, y venga meterse mano entre vuelta y cercanía, sobre todo cuando toca el cambio de pareja...Y a mi no me mete mano más que mi Graciela, lo mismo que yo a ella. 

—Nada. Es Pedro que...

—¿Qué pasa con Pedro? —responde Juan, intrigado, dirigiendo su mirada al nombrado.

—Que quiere darle giro a "Los cuatro vientos"

—Ostias, ¿y eso?

—Dice que por nostalgia.

—Por nostalgia ha provocado el Putin una guerra. Ahí hay algo más. No me lo creo —responde preocupado.

—Estáis haciendo de una decisión personal una película de detectives —interviene Pedro, incomodado por tanta suposición.

Que ya no me hace falta el terruño, y tema cerrado. 

—¿Ves? Antes era terrenito, y ahora terruño. Dentro de media hora será secarral. Se lo quiere sacar del corazón, Juan, devaluándolo.

—Si Espe está de acuerdo ¿dónde está el problema? —Resuelve Juan. 

—En ningún sitio, si ella lo supiera, pero resulta que está inocente de la postura del cónyuge. Y esas decisiones, las que se toman a voz de pronto, generalmente son de las que después te arrepientes. Y más cuando se está bajo el influjo de un sentimiento. 

—Cierto —ratifica Juan—. Ahí te doy la razón. Acordaos de cuando Trufa tuvo su primera y única camada, ¡cinco cachorrines! que se dice pronto, y me los quedé todos, no regalé ni uno. Y ahora ¿qué me toca? joderme y pasearlos cuatro veces al día en tandas de tres y tres, que con la madre son veinticuatro patas. Más gastarme un pastizal en piensos, vacunas y perruquerías porque, claro, a los animales hay que tenerlos en óptimas condiciones.

—El terreno no es lo mismo, no me compares. Los árboles se cuidan solos, —certifica Pedro— la alegría la tienen, como debe ser, en las raíces. 

—¡Ea! Tú mismo te lo estás diciendo. Si la alegría se tiene en las raíces tú también la llevas dentro. ¡Sácala! Escarba y mueve ese raigón —le ordeno. 

—Yo no soy un árbol, Martin. Trabajar en una imprenta no me otorga la categoría de sapino.

—Pues si te quieres ventilar Los cuatro vientos por pasión de ánimo te doy por sauce llorón —añade Juanito.

—Si vamos a empezar con cachondeos, ahí os quedáis —concluye Pedro, con tono grave, mientras toma su chaqueta del respaldo de la silla.

—Venga, hombre, a ver si a estas alturas no me vas a aguantar una broma —inquiere Juan.

—De todas formas es hora de irme. Me están esperando en casa para comer y hoy, además, viene mi hija Julia, que tiene el día libre porque está saliente de guardia. 

Pedro se adereza con su americana y se despide de los amigos. Ambos lo acompañan a la salida, convocándolo, con afecto, a un próximo encuentro.

—¿Qué, Juanito. ¿Tú cómo lo ves? ¿Intervenimos o lo dejamos hacer? Yo pienso que sería mejor investigar un poco, buscar la inmobiliaria a ver qué precio ha puesto. Quieras que no, eso nos puede dar una pista. Si pide mucho, es porque le hace falta dinero, y si la cifra no es sustanciosa, realmente es que se lo quiere quitar de encima, a como sea. 

— Bueno, lo verás tú así —añade Juan— porque  para mí,  que si lo vende por cuatro perras es porque necesita la pasta cuanto antes.

martes, 14 de marzo de 2023

Por una canción

 


"Yo tuve tres maridos, y a los tres, envenené, con unas cuantas gotas de cianuro en el café. Pero seguramente no me guardan rencor, pues derechos marcharon hacia un mundo mejor"

Termina la canción y con ello, la cantante revuelve la capa de su falda, levanta el brazo derecho apoyando el dorso de la mano en su frente e inclina la cabeza hacia atrás.

El público aclama su arte y dramatismo y seguidamente sobrevienen los comentarios:

—Algo habrán hecho los maridos para terminar así —exclama una señora con voz de pito— seguro que se lo tenían bien merecido.

—¡Todas las mujeres son malas! —sentencia un hombre mirando a su alrededor.

—¿Qué todas las mujeres son malas? ¡Será empezando por tu madre! —proclama la mujer.

—¡Mi madre era la única mujer buena que ha pisado la capa de la tierra! —espeta él— ¡Ande y váyase a paseo, cara de lechuga!

—¡Y tú cara de ajo puerro! ¡Grosero!

—El ajo puerro hace buena salsa. Ya quisiera usted mojar pan en mí, cotorra despeinada.

—Me vas a oír —dice la ultrajada señora dirigiéndose hacia él con paso firme. Cuando está a su altura le da un derechazo con el puño en la mandíbula, dejándole torcido el gesto de la cara.

Tan pronto como hombre vuelve en sí, arremete contra ella con un pellizco encarrujado en el brazo y después le tira de los cabellos.

La mujer se sube encima de una mesa y se lanza sobre él en plancha. El hombre, con ella encima, comienza a rodar por el suelo agarrándola como si fuera una almohada. Cuando se detienen, se miran fijamente a los ojos durante unos segundos y comienza de nuevo la reyerta.

El resto del público está asombrado con la escena. Unas cuantas personas acuden a separarlos pero la señora, que ahora lo tiene agarrado por la cintura del pantalón, exige que los dejen, que le va a dar manteca. De repente el bravucón le dice a la peleona:

— Para y escúchame. ¿Cómo tienes tanta fuerza?

—¡A ti te lo voy a decir...! —declara con altivez— Bueno, venga, va... Porque yo antes era Manolo.

—!No fastidies! ¡Yo antes fui María Purificación! ¿Y tú eres de aquí?

—De toda la vida —contesta la mujer— ¿Y tú?

—Naturalmente, soy autóctono. A lo mejor hasta conoces a mi familia, yo soy hijo de Tomás, el tuerto, que tenía una zapatería en la calle Waldo Calero, al lado de la panadería de Francisca.

—¡Anda! Pues pocos palos catalanes de esa panadería, que también es confitería, he comido en mi niñez. Yo soy hija de Magdalena, la que tenía un taller de costura cerca del ayuntamiento, esa a la que le dieron el dedal de oro. Si la tendrás que conocer.

—¡Madre mía y madre mía! Y casi nos matamos por culpa de la cantante —dice el hijo de Tomás, el tuerto.

—Bueno, por culpa de la cantante... no es del todo cierto que tú también tienes culpa por haberme llamado cara de lechuga —le reprocha ella.

—Calla, —interrumpe el hombre— es que no me dejaste terminar, quise decir cara tersa, fresca y lozana como una lechuga. Pero claro, al haberme dicho a mí cara puerro se me encendió la sangre porque a un piropo pensado, aunque aún no verbalizado, no se le paga con un insulto.

Mientras la gente se ocupa de recoger las sillas que andan patas arriba tiradas por el suelo, enderezar las mesas que se han llevado por delante en la afrenta y, acto seguido, ocupar sus asientos, la pareja se entretiene en darse los números de teléfono, indiferentes al estropicio que han provocado.

De repente se escucha una voz que viene del escenario. Todos guardan silencio y dirigen hacia allí la mirada.

—Señoras y señores: Les pido por favor que esto que ha sucedido no vuelva a pasar. Me han estropeado el número, la canción, la escena. Todo, todo, todo —alega la cantante con el micrófono en la mano—. Pero, como a paciencia nadie me gana vuelvo a ofrecerles otra canción, y como yo vea que alguien, me oyen, alguien mueve un dedo si no es para aplaudir... bajo, me quito la peineta y se la clavo donde me pille.

(Se escucha un murmullo en toda la sala)

—¡Shhhhh! ¡Que empiezo ya! ¡A callar se ha dicho!

(Silencio absoluto)

—Un, dos, tres...

No ha empezado a cantar cuando el ladrido de un perro interrumpe el conseguido silencio. Hasta las caras de los artistas que hay en los retratos se giran para mirar.
Nada, un ganso que acaba de entrar.