El
destino no cambia sus planes, cambian los nuestros, estoy convencida
de ello. Él tiene la virtud de la paciencia, porque no está sujeto a
tiempo ni lugar como lo estamos las personas, él dice cuando y
dónde, esa es su forma de actuar.
Para
contar esta historia he de remontarme a muchos años atrás, cuando
era una niña inquieta que cabalgaba en su imaginación en un caballo
blanco. Cuando recolectaba piedras y las metía en una caja de zapatos
con la esperanza de que se reprodujeran, lo mismo que si fueran
perros o gatos. En esa edad no se distingue la fantasía de la
realidad, la mente es un valle fértil, virgen, es por eso que hay
que protegerla como el mayor de los tesoros. Luego, el espacio que
precisa ir cumpliendo los años, ordena en los estantes de la mente
cada cosa en su lugar. Desde esos primeros años hasta el final de
los días han de pasar muchas cosas hasta que todo quede por siempre
colocado.
Desde
pequeña ya era un tanto mistica, no por influencia del ámbito que
me rodeaba, porque aunque había signos de fe cristiana en mi casa,
sobre todo dentro de la cajita que mi bisabuela guardaba repleta de
estampas de virgenes y santos, de cielos, no era de obligado
cumplimiento ir a misa los domingos, mucho menos entre semana como
tantas vecinas tenían costumbre. Pero de alguna manera influyó en
mí aquella bondad de las oraciones aprendidas a base de escuchar las
benevolentes bendiciones del ángel de la guarda.
Di
cristiana sepultura a un gorrioncillo que murió en mis manos, la
primera reacción ante aquel cuerpo ya sin vida fue miedo, aprensión
y lástima, era la primera vez que veía un cadáver y aún peor, lo
tenía entre mis manos, así que lo metí dentro de una cajita de
jabón, envuelto en un pañito azul para que estuviera cómodo en su
eterno descanso y lo enterré en un solar, encima de su sepultura
coloqué unas hierbas que encontré alli mismo.
Pasados los años me fui dando cuenta de que ser demasiado recta en
una fe, sea cualesquiera que sea, coartaba demasiado la espontaneidad
del mismo alma. Solo había dos caminos, lo bueno o lo malo, no
habían opciones intermedias y eso me traía infinidad de dudas e inseguridades. Aparte del blanco o el
negro hay grises, y todos, todos los colores se despliegan en gamas, ninguno es malo, ¿por qué la mente nos enjuicia?
Aquello
lo descubrí en una temporada que pasé junto a mi tía muy lejos de
aquí, donde había mar. Allí la gente, quizá por cuestion de vivir
frente a un horizonte abierto que se mueve constantemente, no como
ésta tierra que corta la mirada más allá de las montañas que hacen de
frontera, es abierta, dicharachera como el Siroco. Alli, sin ser
fiesta, se respiraba ambiente festivo. Cuando los barcos venian de
pescar todo el pueblo iba a recibirlos, eran pequeñas embarcaciones
un tanto rudas, pero gobernadas por hombres fuertes que ni temían al
implacable sol del mediodía ni a las tormentas que los pillaban
desprevenidos, ese era el pago que se sabía obligado a
cambio de aquellos frutos.
Allí
conoci a Fernando, contábamos ambos dos con la difícil edad de
dieciseis años. Dieciseis años frente al mar son complicados en
tanto que la luna es doble, es ella y es su reflejo sobre las olas,
es ella y el calor húmedo que emana, es ella y su influjo que hace florecer la
noche. Su padre cuidaba el velero de un hombre de negocios que
aparecía por allí dos veces al año, una, en primavera, con su
señora, otra, en verano, con su señora, pero no se parecían en
nada una a la otra.
Algo
tenía que tener ese velero, lo descubrimos una noche que, como
piratas sonámbulos, nos dirigimos a la nave asaltándola por uno de
sus costados. Sobre las saladas aguas probamos las dulzuras del amor,
sobre el alcázar, bajo las velas. Sucedió después que la siguiente
luna llena no menstrué, yo no tenía sintomas de nada, y no hice
caso alguno de aquella señal, de que aquello era una señal, Fernando
sí que lo notó, me decía que me notaba extraña, que era la
primera vez que pasábamos junto al jazminero que colgaba a través
de un bajo muro y no olía sus flores, no me había percatado de
aquello pero era cierto, también, que cuando nos recostábamos en la
playa mirando las estrellas ya no hablaba tanto como antes, en
cambio, me dormía. Algo estaba pasando en mi, evidentemente aquello
me puso bajo sospecha, me informé adecuadamente y le confirmé mi
estado, Pero unos días antes de comunicarle a su madre y a mi tía
el paradigma que se nos venía encima, se me deshizo el niño ,
solito, la misma magia que lo trajo se lo llevó y lo lloré como a
aquel gorrión. En nosotros mismos también actuó, puesto que poco a
poco fuimos distanciándonos, sin notarlo apenas, hasta que llegó el
momento en que jamás volví a pensar en Fernando. Quedó clausurado
en un rincón de mi memoria.
Cuando
regresé de nuevo a casa las montañas me parecían más grandes,
habían crecido, a ver si después de todo iba a ser verdad aquella
fantasía de pequeña, de que las piedras, sino reproducirse,
crecían. Era simplemente cuestión de óptica, la mirada se me había
acostumbrado a la llanura del mar. Mi madre me notó cambiada, más
madura, dijo, tu tía te ha moldeado parece ser, pero no había
sido mi tía, había sido el camino que el destino me puso
delante para caminarlo. No le dije nada de aquello, quedó en un
secreto de tres, porque el niño, si no yo a él, me conoció.
Me
matriculé en una escuela de pintura que abrieron en el pueblo.
Aquella idea del arte de los colores me llamó la atención y
curiosamente sólo dibuja cielos y ángeles. Un día hubo una
exposición de nuestros trabajos y un marchante que acudió a verla
se interesó por uno de mis cuadros. Me ofreció la posibilidad de ir a
una escuela de bellas artes para perfeccionar mi estilo, decía que
tenía potencial, y como a veces te tienen que decir los demás lo
que tienes porque tu no te das cuenta por tenerlo, me fui con él. Ya
había cumplido los veintiuno así que era mayor de edad y
responsable en mi toma de decisiones. Mi madre lo aceptó de buen
grado, cosa que le agradeceré siempre.
Ya
sabía de colores, del amor, de perder antes de tener, de valerme por
mi misma, ya que nunca consentí que me mantuvieran como tenia
previsto hacerlo aquel marchante, al que muy pronto le vi de cerca la
marcha de sus propósitos y le di giro. Nunca ingresé en la famosa escuela de
artes, pero ya que estaba en aquella ciudad, allí permanecería por
un tiempo. Trabajé en una frutería, puesta de delantal blanco y una
molesta cofia que nada me favorecía, pero que a la dueña le
encantaba. Por las tardes, cuando cerrábamos el negocio, a eso de
las siete y media, después de pasar por casa, bañarme y cambiarme
de ropa, me bajaba a orillas del río que atravesaba zigzagueando la
ciudad.
Por
lo visto mi piel seguía oliendo a frutas, eso me dijo el joven que
un día se sentó junto a mi en el desnivel verdoso que bajaba hasta
la misma ribera . No hablamos demasiado en nuestro primer encuentro,
pero poco a poco, a fuerza de saludarnos un día y otro, nos sentamos juntos
lejos del río, tomando un cremoso café y creando una distendida
conversación , ambas cosas nos fueron reconfortantes. Alli nos
hablamos el uno del otro y con la misma intensidad de aquel humo del
café dejamos suspendido en el aire una nube de complicidad que
después derivaría en amor. Los años posteriores a aquel encuentro
fueron de leyenda, nos acoplamos el uno al otro como el ritmo al
tempo, como el agua a la vasija, así, nos hicimos complemento uno
del otro.
Pero
el destino nunca olvida su hoja de ruta, nos deja hacer, pero es él
quien dirige desde la sombra. En un viaje que hicimos a un país
tropical, la primera y última vez que saldría fuera de territorio
español, sufrimos un accidente. Rodeábamos una montaña subidos en
un autocar con la intención de llegar a un paraje natural digno de
contemplación. No estaba muy lejos del lugar en el que nos
instalamos, pero las carretras, más bien los caminos, eran casi
intransitables. Confiamos, como todos los demás pasajeros, en la
pericia del conductor acostumbrado a hacer aquella ruta incluso con
los ojos cerrados, eso nos dijo para tranquilizar a todo el grupo.
En una de quellas curvas, cuya parte delantera del autobus parecía
quedar suspendida en el vacio, derrapamos. La carretera estaba llena
de barro debido a que el ambiente en aquel lugar siempre era húmedo
y quizás, el exceso de confianza hizo que fuera a más velocidad de
la justa para esa maniobra y caímos dando vueltas de campana por
aquel precicipio casi vertical. Yo no me maté de milagro, pero de
los veinte viajeros que lo ocupábamos ocho perecieron, entre ellos
mi hombre.
Estuve
más de un mes ingresada en un hospital donde recompusieron mis
huesos. Él fue repatriado, hizo su último viaje sólo, yo lo
hice tres meses después, y al final, lejos de la consternación,
pude llorarlo como a aquel gorrión.
La
vida continuó inapetente, trémula, deshojada, ya no pintaba ni
ángeles ni cielos, ni olia a frutas, ya no sabía donde tenia que
estar pues en ningun lugar me encontraba.
Pero
alguien, por lo visto, me había seguido la pista sin inmiscuirse en
mi vida ya que nunca tuve ni signo ni seña de ello, era Fernando,
aquel pirata amigo, aquel muchacho de cabellos rizados y ojos negros
con el que un día participé en la osadía de poner a temblar
nuestros cuerpos. Ahora había surgido de la nada para llevarse esta
tristeza a la que estaba sometida. Dice que siempre hemos sido dos
cabos sueltos cuyo final era quedar atados uno a otro, pero antes de
eso han cabido otras posiibilidades como la de amarrar mucho, y
querido, y lo hemos hecho, pero que ahora, esos dos cabos, se unirán
entre sí para agarrar con fuerza el ancla de respeto que fondeará
nuestra nave con su alcázar. Y es verdad, creo firmemente que el tiempo ha unido éstos dos cabos sueltos.
Relato imaginario.
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