miércoles, 27 de junio de 2018

De Melones -Capítulo VIII- de Oncina

Sabía lo que era sin que se lo contasen, sabía de su hambre sin que el estómago rugiese, sabía de su fuerza sin moverse, sabía a... melón y albaricoque ¡qué dulzaco!, como el cóctel del Pub Melón.
Sabía lo que tenía entre los dientes. Ya recordaba, estaba mascando un chicle de dos sabores cuando caía desde los cielos a la tierra.
Empujó con todas sus renovadas e impresionantes energías y levantó la tapa, removió la tierra y salió a la luz de la luna como quien se levanta por la noche al baño con ganas de miccionar. Es natural que si una medusa vampiresa te pica y mueres resucites convertida en un monstruo de las tinieblas.
Se rió con fuerza, era inmortal y joven para siempre, y que acierto de operación estética se había hecho, gracias a Drácula porque para vagar eternamente con modelitos de vampiresa sexy era muy acertada esa figura de femme fatale.

Giró alrededor más rápida que nunca, se detuvo frente al estanque del cementerio para obtener el reflejo de su nueva imagen; el vestido negro que habían elegido para ella en su entierro era muy apropiado. La pierna derecha estaba un poco torcida por el golpe, con sus brazos la retorció hasta que volvió a su lugar natural, las costillas le estaban perforando los pulmones, pero daba igual porque ya no los necesitaba, igualmente se las recolocó con cierta prudencia, sujetaban los dos mil euros mejor gastados de su antigua vida.

En la cara los desperfectos podían ser subsanables con un poco de maquillaje, además lo necesitaría, ella que siempre lucía un perfecto moreno de playa estaba ahora paliducha.

Tuvo una idea, se encargaría de arreglar su tumba, no quería que nadie indiscreto se enterase de su no-resurrección "milagrosa", ahora que conocía sus raíces bien podía adoptar el nombre original que le había dado su familia: "Jennyfer Van der Karol" , desplazó hacia fuera sus colmillos, blancos, elegantes, largos y afilados, un excelente par de razones a sumar, ya eran dos pares.

Su inocencia anterior parecía lejana, la sabiduría que le proporcionaba la muerte en vida y la vida en muerte iba más allá de su verborrea y su desenfado, el conocimiento le inspiraba cierta tristeza melancólica. Tenía hambre, mucha hambre... y una vida eterna para sentirla, para devorar y nunca saciarse. Era un monstruo, bello, pero un monstruo más allá de la naturaleza conocida por la humanidad.

Mientras en un apartamento cercano la noche transcurría plácidamente y la pareja protagonista veía un programa de cocina a la vez que cenaba una pizza congelada. El mundo real es aterrador.

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