martes, 7 de diciembre de 2021

 La mañana de un sábado luminoso de hace muchos años embarcamos mis padres, mi hermano y yo, desde un pequeño muelle situado en una playa de la Región de Murcia. Íbamos a pasar unos días en un lugar llamado la Azohía y para llegar a aquella ubicación tenía que ser desde el mar, bordeando el litoral rocoso de la costa. Nos acompañaban dos matrimonios franceses amigos de la familia, con sus  respectivos hijos. En aquél entonces yo tenía 7 años y no sabía nadar, así que aquella navegación me asustaba un poco pero al mismo tiempo estaba muy feliz por todo lo nuevo que se presentaba. Tuve que sentarme en la cubierta del barco porque me daba mucha impresión asomarme por la borda y ver la profundidad del mar. El agua era de un verde azul tan transparente que podía mirar abajo con toda nitidez hasta que la vista se perdía y eso me daba vértigo.

Cuando llegamos al lugar previsto detuvieron los dos barcos en los que nos repartimos, apagaron los motores y echaron las anclas. Había que llegar a la orilla nadando y yo aún no había aprendido, pero mi padre me subió a su espalda y braceando me llevó a tierra firme. Recuerdo que apenas había arena en la playa, estaba prácticamente alfombrada por piedras redondas de diferentes tamaños y diversos colores.

Allí levantaron las tiendas de campaña que serían nuestras casas durante los tres días que permanecimos en aquel paradisíaco y solitario enclave. Compartíamos todos juntos los almuerzos y las cenas y mi hermano y yo nos pasábamos la mayor parte del día en el agua, como los patos. Los mayores andaban de un lado para otro, bien con el barco, bien explorando aquel territorio montañoso que teníamos a nuestras espaldas pero siempre se quedaba alguno de ellos vigilandonos. 

Las noches eran tan bonitas. Se podían contemplar las estrellas con una claridad asombrosa. 

Los franceses trajeron cosas que no había visto hasta aquél momento, como por ejemplo los petit suisse naturales que, años después, ya se comercializarían en España y también me sorprendieron los rollos de papel de cocina que también eran una novedad para mí.

Una de aquellas mañanas mi padre decidió hacer un caldero para todos. El caldero es la comida típica de mi localidad que consiste en un arroz que se hace con caldo de pescado.  Para ello, mi padre, junto con Cristian y Suárez, que eran los otros hombres del grupo, iban a echarse a bucear y traer lo necesario para la elaboración de ese plato, y si era una morena mejor, oí decir,  que da mucho sabor, pero también escuché el comentario de  mi madre que dijo que las morenas eran muy peligrosas y no hay que confiarse porque suelen atacar con su impresionante dentadura. 

Mi padre se puso un cinturón de plomo, las gafas de bucear, las aletas y un cinto en la pierna que enfundaba un puñal. Los otros también, además de llevar un fusil de pesca submarina, y de esa manera los tres se metieron en el mar. Pero yo sólo tenía ojos para mi padre y me quedé sentada cerca de la orilla mirándolo hasta que se sumergió, con todos mis temores encima. Sólo pensaba que le podía pasar algo, ¿y si se ahogaba? ¿ y si se le disparaba al otro el fusil y le daba a mi padre? Y si... y si...y si... Para mí se detuvo el tiempo. Me quedé inmóvil y llorando callandito. 

Regresó, claro que regresó con su morena y sus amigos pero aquella, con toda seguridad, fue la primera vez que morí de amor.

2 comentarios:

  1. El dramatismo cuando somos niños y el temor a quedarnos solos. Una combinación que en ese entorno tiene que darse naturalmente!! La imagen de ver al padre hundirse en el mar es terrible! Yo recuerdo a Carlitos pequeño, jugando a ver cuanto aguantaba debajo del agua sin respirar. Y a mi, sin respirar hasta que salía, el corazón era un bombo! En verdad fuiste a una isla así? Se lee emocionante. Besitos todos muñequita.

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  2. Hola Luli. Disculpa mi tardanza en contestar a tu bonito comentario. Pues sí, es verdad todo lo que cuento en este relato. No sé si con ojos de niño todo se magnífica o es con esa mirada cuando vemos con más autenticidad que nunca. El caso es que es un recuerdo y unas sensaciones imborrables. Lo de tu Carlitos me lo creo totalmente, la alerta en la que nos ponen los hijos yo creo que no la supera nada. Un beso grande preciosa.

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