sábado, 9 de abril de 2016

En otra piel

Marco Alejandro Tomás Rodriguez Alvarez, mucho nombre me puso mi madre.
No debió tener las ideas claras la buena mujer, me da que pensarlo porque, irónicamente, nunca tuve padre conocido.
Me criaron entre ella, mi abuela, y una tía que no estaba muy en sus cabales. Recuerdo lo sumamente religiosa que era mi abuela, tanto, que con siete años me hizo monaguillo de Don Tadeo. Aprendí todas las oraciones en latín, lo que amplió, gracias al cielo, mi cultura.
Me tropecé con la guerra como tantos otros compañeros de escuela y salimos de una instrucción para meternos en otra cambiando los carboncillos por pistolas.
Y ahí comenzó la andadura de mi ser por aquella España de oscuros vientos.
Antes de nada diré que, años arriba años abajo, coincidí en tiempo con Miguel Hernández, por lo que, cuando me pidieron que recitara uno de sus poemas en el centenario de su nacimiento, no pude, debido a que en mi avanzada edad los recuerdos llegan tan vívidos que hasta vuelvo a sentir el aliento en mi cara del último suspiro de mi compañero Elías en una fría mañana de un pueblecito de Ávila.
Todo lo que cuenta en sus poemas, Vientos del Pueblo fue el elegido, lo he vivido en carnes propias; he comido mucha cebolla, nos peleábamos por los ratones y he dormido una noche en un pajar al lado de un muerto y si  tengo que agradecer a mi madre algo es que me hubiera puesto tantos nombres porque con ello, me dio la oportunidad de ir suprimiéndolos según se terciara, para pasar lo más posible inadvertido por aquel mundo de miseria.
Me escapé de la muerte como un niño escapa de las olas en la orilla, corriendo, porque me ha perseguido el hambre, el frío, la viruela y un tiro que llevo en el hombro.
Me enamoré de una prostituta, nadie sabe lo que había detrás de aquellos labios de carmín, de aquellos brazos calurosos y de aquellos ojos tristes. Yo lo vi, porque estaba tan necesitado de amor como ella. Pero ella siempre supo lo que era, yo también, sólo que teníamos distintos conceptos de la misma verdad y no quiso seguir conmigo, me aventuró un futuro mejor y me dejó. No sé si aún vivirá, pero siendo el caso que sí, sabrá que nunca la he olvidado.
Cuando la guerra acabó regresé a mi casa, en un castizo barrio de Madrid, pero mi abuela ya no estaba, ni la casa pude recibir como herencia porque me dieron por desertor y gracias a un salvoconducto que una buena persona me proporcionó pude salir del país y dejarme caer en otra parte de Europa.
Viví muchos años con el miedo en los talones porque si malas son las guerras también lo son los rencores, y como digo yo, cuando uno se presta voluntario a hacer algo y ese algo es malo tarde o temprano debe pagar por ello, pero, ¿alguien nos preguntó? no, eran dos opciones, o vas al frente o al paseíllo. Elegí lo primero pero actué a mi manera y sé que tuve de frente una estrella, en latín o en castellano.
Así que ahora veo en las noticias las cosas que pasan, las guerras y no, no hemos cambiado mucho, se sigue comiendo cebolla y ratones en cualquier parte del mundo.





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